Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
He visto más de una vez palabras de algunos escritorcitos de turno, que suelen expresar disgustos por las costumbres del hombre de a pie. Se molestan por —como dice un inglés— la credulidad de la gente que, gracias a «las películas de domingo en la noche» y a lo que le «cantan en la radio», compra ideas y demás. Está bien, en ello acordamos: somos fruto de la constante manipulación del mercado, ¡pero es un tema tan remanido! Me agobia siquiera pensar en tratarlo… Lo que sí: ese lugar comunísimo de tratar al pueblo como una masa idiota ya debería ser un remoto pasado.
El abajamiento del semejante es nuestro enaltecimiento —es algo consabido—, y es por esto mismo que tanto me desagrada que escritorsetes de pacotilla libren alfilerazos contra el mundo, porque no solo calumniando es que buscamos distinguirnos, sino que a su vez declaramos vivamente, por el mismo acto, encontrarnos en una posición más deseable. Y he aquí el dilema máximo: en los más de los casos, son esas mismas personas de las películas de domingo y la radio quienes compran y leen los libros que escriben aquellos pedantes.
En rigor, es en los actos cotidianos donde puede encontrarse la grandeza de eso que llamamos humanidad; en el hogar y sus quehaceres circunstanciales: esos labores de entrecasa que justifican la vida toda, porque son el centro mismo de la vida. ¿Por qué despreciar esto? Pongamos por caso que alguien, luego de haber trajinado todo el santo día corriendo tras los apremiantes requerimientos de nuestro mundo insoportable, quisiera tumbarse en la cama y evadirse en su computadora, celular o televisión. ¿Podríamos culparle acaso? Sí, podríamos… siempre que asumamos que nosotros no nos encontramos hastiados de la misma manera, ¡y puede haber muchos motivos por ello! Pero atribuir cierto elevamiento moral, ¡o peor!, espiritual, es, en verdad, una salida tonta; pero también es una salida mezquina y temible.
No debemos alejarnos de la vida y todo lo que implica como trabajo ineludible, como tampoco debemos repudiar el goce, ya que «el obrero es digno de su salario». No somos dioses griegos en un olimpo, ¡nada más lejos! Nos encontramos andando la tierra; debemos sujetarnos con ahínco a la sencillez, a lo simple. Quien no conoce lo que vale el más mínimo gesto es alguien de dudosa hechura para la vida. Yo no dejo de encontrar ennoblecedor el ocuparse de lo trivial, lo nada epopéyico: cocinar, poner la mesa, barrer, hacer el pan, ¡hacer el pan! Hacer uno su propio pan, ¡qué delicia y qué bendición de Dios! Pero hay algún prehombre que se ufana de rehuir aquellos trabajos y todavía desprecia a quienes encuentran un estímulo para sus escasos momentos de ocio, ¡y encima esta persona se cree original en sus alusiones!
El desagrado que las presunciones suscitan en mí es evidente y es, a su vez, casi inmunológico. Es claro que el sentido común sigue imperando intensamente —como afiebrados de él nos encontramos—, pero lo que más mueve mis entrañas es que pretenda devorarse a sí mismo. ¡Porque no hay cosa más retocada que atacar lo cotidiano! ¡Debería ser intolerable que el sentido común ascienda a las cumbres del pensamiento! ¡Debiera ser un sentido mudo! Pero, ominosamente, parlotea y se presenta con viso de razón (y habría que tener muy en cuenta, en todo momento, que cuanto mejor sentido común se tiene, tanto peor se juzga).
Este tipo de sentido existe entera y exclusivamente para lo práctico. ¡Es un sentido práctico! Si es invierno y tengo frío, me acerco al calefactor; si tengo sed, busco una fuente; si el sol cae, viene la noche, etcétera. ¡Es un sentido práctico! Sirve para nuestro más esencial desenvolvimiento en el mundo, y con todo tiene su gloria, ya que también funciona como arma del instinto de preservación. Pero, ¡ay cuando este sentido pretende encaramarse a los dominios del pensamiento!, trueca entonces en advenedizo, como ocurre con todo burgués de espíritu: pretende alcanzar lo que no le es propio. Y así, lo que hemos visto al inicio de estas palabras: escritores que, creyéndose con ideas propias, derraman su sentido que es el de todos y, por lo mismo, se parecen en sus juicios a un abrigo que ha pasado por tantas manos que ha acabado por perder el color, por heder y por hacerse jirones. ¡¿Quién querría vestirlo?!
Es claro: tan solo alguien que juzga con excelente sentido común.