Cuando hace un poco más de tres meses Sergio Massa asumió como ministro de Economía, el Frente de Todos (FdT) creyó haber encontrado el catalizador de una severa crisis política pero también económica, que por esos días sufría sucesivas corridas cambiarias y ponía en duda la institucionalidad de un país sin rumbo.
Su desembarco en el Ejecutivo, con suma de funciones y absoluta centralidad, significaba la reducción de la figura de Alberto Fernández a un rol casi protocolar, obligado por la sucesión de fracasos, sin poder en la toma de decisiones de peso. Una reconstrucción del esquema de gobierno que necesariamente contaba con la bendición de Cristina Kirchner. El cerebro operativo de una gestión naufragante.
Massa, consciente de las dificultades que incluyen licuación de las reservas del Banco Central, feroz inflación, pérdida de poder adquisitivo de los salarios, incremento de la pobreza y la indigencia, imaginó soluciones que todavía no se cristalizan, pero se tuvo fe para revertir la situación, y con ello, dotar de oxígeno a su gobierno y a su propio futuro político.
En esa tarea se encuentra aún, lanzando por estos días un nuevo esbozo de control de precios como respuesta a esos índices de inflación que no ha podido dominar y con la certeza de que sus aciertos o errores ponen en juego el éxito o el fracaso electoral del kichnerismo al que años atrás dijo que jamás iba a volver. Pero volvió.
Sin embargo, a Massa no se le puede negar su timming político. De hecho, desembarcó en Mendoza con discurso y acciones de acompañamiento para los productores afectados por las denominadas “heladas tardías” que dañaron miles de hectáreas, no sólo aquí sino también en otras provincias.
Ante la coyuntura, el massismo histórico de la provincia sacó pecho. Incluso, Jorge Difonso que todavía participa de la interna de Cambia Mendoza (CM). Pero también massistas más recientes, como Gabriela Lizana, ahora funcionaria nacional. Ellos y otros referentes del Frente Renovador (FR) no fueron los únicos que se acercaron hasta la delegación del INTA en Luján para escuchar al súperministro.
El propio Rodolfo Suarez llegó con la delegación oficial, y sus funcionarios radicales como Enrique Vaquié o la presidenta provisional del Senado, Natacha Eisenchlas, que también se sumaron al convite que recreó, en apariencia, alguna que otra escena de la transversalidad perdida. Pero hubo más.
El kirchnerismo, con Anabel Fernández Sagasti a la cabeza, tampoco se quiso perder la foto. Al igual que los intendentes peronistas más ortodoxos con los que La Cámpora viene pulseando por el control de la conducción del Partido Justicialista (PJ). Casi como olvidando cuando en 2015 Massa y sus seguidores eran tildados de “traidores”.
Una movida que también concentró la atención de líberos como José Luis Ramón, quien desde la antigrieta terminó -paradójicamente- convirtiéndose en un apéndice de unos de sus extremos.
En síntesis, casi todo el arco político buscó dar algún mensaje, para dentro o para afuera. Y así fue, más allá de la minúscula pelea sobre quién lo trajo y de quién es el mérito de las respuestas a los problemas locales; o en todo caso, si esas soluciones son efectivas, mejores que las que implementó la Provincia, o una simple puesta en escena como deslizó algún funcionario provincial. Una alta asistencia que no se tradujo en unanimidad.
La cita ratificó la potente gravitación que hoy Massa tiene en el escenario nacional, que aún en un contexto de desesperanza e incertidumbre muestra a una figura que intenta hacer política conduciendo a los propios y allegados e intentando convencer a los ajenos. Claro, no exento de polémicas por la excesiva verborragia o la insustancialidad de sus anuncios como es un dólar diferencial por sólo 40 días.
Por unas horas, y los días siguientes, toda la política mendocina giró en torno a un Massa sobreviviente de sus propias contradicciones, preso de su pasado, pero con la suficiente capacidad de influir en un escenario de medianía y decepción. Como si en todo caso, sólo se tratara de una competencia de egos.