Esta semana Rodolfo Suarez logró que su iniciativa para modificar el funcionamiento de la Suprema Corte de Justicia finalmente se convirtiera en ley después de haberse empantanado en la Legislatura y de sufrir la resistencia no sólo del ala peronista del máximo tribunal, sino también de prestigiosos ex magistrados como Alejandro Pérez Hualde y Aída Kemelmajer.
A todas luces, se trata de un triunfo político para el Gobierno pero también de un interesante proceso de discusión público-institucional, que más allá de la lógica satisfacción del oficialismo, dejó conformes a quienes inicialmente se opusieron. ¿Cómo se dio eso? Explicamos.
El radicalismo y sus aliados pudo demostrar que dos de los principales argumentos que se utilizaron para plantear los cambios efectivamente sucedían en la realidad, alterando así el sentido del servicio de justicia, y por ende, habilitando aquello que no debería suceder en este ámbito: discrecionalidad y demoras en el tratamiento de las causas.
El denunciado “fórum shopping” permitía cierto margen de maniobra para elegir sala (y por ende, jueces) que tomaran un caso. Y eso, a su vez, saturación de expedientes para emitir sentencia. Ahora, de manera gradual y paulatina, los asuntos irán a sorteo para determinar qué supremos actuarán y se obligará a su presidente, Dalmiro Garay, a cumplir también esa función por más que actualmente sea la cabeza del cuerpo. Es decir, los siete magistrados se convertirán en un tribunal colegiado, que en ocasiones también establecidas, podrán sesionar y dictaminar en plenario para mayor respaldo jurídico y transparencia.
Para llegar a esta instancia, la misma Corte debió darse un debate interno y acordar casi aquello mismo que el Ejecutivo le reclamó a través de un proyecto, aunque con otros plazos, y de esta manera destrabar lo que por momentos amenazó con transformarse no sólo en un conflicto de poderes, sino también en una profundización de la ya abierta grieta que divide al cuerpo.
Semanas atrás, cuando la polémica estaba en su punto máximo, en esta misma columna nos preguntábamos: “Tal vez estos contrapuntos pueden ser una formidable ocasión para que los mecanismos institucionales sean capaces no sólo de dialogar, sino también de acordar en lo que cualquier mendocino de a pie podría exigir en esta instancia: tener una mejor Justicia. Más ágil, más transparente, más oportuna, más confiable. ¿Podrán hacerlo?”
Efectivamente, la dirigencia se animó a recorrer el camino de la discrepancia hasta encontrar un denominador común que alienta sobre los necesarios acuerdos que en otras áreas también hay que producir. Aquí fue sobre un aspecto muy puntual de la Justicia y ojalá que con estos cambios pueda, en breve, mostrar indicadores más altos sobre su eficacia y rapidez.
Pero también es deseable e imprescindible que esos consensos se produzcan sobre cómo ampliar la matriz productiva para generar más empleo y riqueza, por ejemplo. O cómo mejorar la infraestructura hídrica sobre la que también está en debate una reciente propuesta del gobernador para hacer más eficiente ese recurso; o de qué manera vincular con innovación y tecnología a los oasis productivos para lograr el despegue de sus emprendedores y facilitar la inserción de sus productos en el mundo; o cómo lograr que actividades tan diversas como la explotación de sales de potasio (y toda la minería que pueda hacerse), la vitivinicultura, la metalmecánica o el turismo, sean capaces de convivir como distintos productos de una misma y potente canasta productiva. Ese es el desafío.
Por más remanida que sea, la senda del diálogo y el acuerdo debe ser la principal motivación de los actores públicos y privados si es que queremos -en serio- revertir este estado de frustración colectiva para disminuir la pobreza y la indigencia como se declama. De la enseñanza de la Corte puede surgir una luz que más que paralizantes controversias promueva esperanzadoras soluciones.