Por Roberto Follari
El presidente envió al Congreso el pedido de juicio político a miembros de la Corte. Seguro que no hay en su decisión la ingenuidad de suponer que podrá ser exitoso, dado que se necesita dos tercios de los votos, finalmente, para que tal juicio implique la destitución de uno, varios o todos los miembros de esta exigua Corte.
Pero no es ese el punto. Se trata, notoriamente, de una decisión de efecto político: poner coto, poner una valla, al permanente avance de lo judicial sobre decisiones de gobierno. Ello se ha advertido flagrantemente en la apertura contra Cristina Kirchner de causas que ya estaban cerradas, así como en el cierre de varias contra Mauricio Macri: también en la sentencia sobre recursos coparticipables para la CABA, en la dirección del Consejo de la Magistratura, y en algunos hechos por demás llamativos, como el sostén a Casal en un interinato de cinco años de Procurador, como las negociaciones de Rosatti denunciadas por captura electrónica de chats, y hasta una reunión que habría existido entre Rosenkrantz y el prófugo Pepín Rodríguez Simón, realmente una pieza singular de la historia judicial nacional.
Ya la oposición ha manifestado su esperable desacuerdo, pero ello no impedirá que el juicio tome su curso. Por ahora el oficialismo cuenta con número suficiente en la Comisión de Juicio Político, de modo que es altamente probable que el desarrollo del juicio tome cuerpo, el expediente crezca, el ruido y el debate aumenten, la lucha por el manejo de la opinión pública en torno del tema arrecie. Habrá horas de televisión en torno de la situación, y es eso lo que se ha propuesto el gobierno nacional: que exista un “ventilarse” de la condición del poder judicial, un poner este a la vista de la ciudadanía.
Es que el conflicto desatado implica, para el Ejecutivo, encontrarse con la cuadratura del círculo, con un problema insoluble. A menudo el poder judicial es sólo una instancia última y extraordinaria para dirimir algún conflicto sin salida: no debiera ser, en cambio, el espacio hacia el cual van todas las decisiones, y -sobre todo- aquel donde siempre las decisiones van en favor de los mismos. Ante esto, no hay casi opciones: se haga lo que se haga, siempre terminan los jueces de Comodoro Py, las Cámaras o la Corte Suprema dirimiendo de la misma manera. La judicialización de la política, orquestada desde Washington con la estrategia del lawfare (aplicado con eficacia en Argentina al igual que en Ecuador o en el Brasil que encarceló a Lula), es una herramienta para liquidar espacios democráticos, en la medida en que los gobiernos que quieran apartarse del libreto privatista y neoliberal, serán sancionados con múltiples sentencias de castigo.
Desde el aparato judicial se han relajado los controles: el poder ha sido tal, que llevó a uno de los jueces que condenó a Cristina Kirchner a exhibirse con un distintivo del club que juega en la quinta de Macri, o a la jueza Capuchetti que tiene a cargo la causa del intento de magnicidio no suspender su relación laboral con un Instituto ligado al gobierno porteño, o a Ercolini y Mahiques viajar a Lago Escondido -aparentemente financiados por un grupo privado-, sin demasiados cuidados ni recaudos.
Este súbito poder de lo judicial, con su consiguiente aparecer en los medios y ser objeto de control social de una manera a la que sólo los miembros del Ejecutivo y el Legislativo están acostumbrados, ha llevado al raro desequilibrio actual: el poder decisorio de lo judicial es casi sin límites, pero su prestigio es mínimo, mientras su visibilidad y exposición aumentan exponencialmente.
Mucho más ha de aumentar ahora esa visibilidad: al menos, es lo que desean quienes impulsan este juicio político. Si el poder judicial adquiere capacidad decisoria en la política, correrá la suerte de ésta: será parte de la vocinglería, y a menudo de la maledicencia pública. Justificada o no, ésta se enfrasca en los que tienen poder: y el espacio judicial, hoy lo tiene más allá de lo que han sido sus territorios habituales de pertinencia.
Para el gobierno, de ningún modo la jugada es segura: se mostrará como un pretendido fracaso el hecho de que el juicio finalmente no prospere, se tildará a su acción de intromisión en las funciones de otros poderes. Pero si se acorrala al Ejecutivo, en verdad se lo lleva a esta decisión: ninguna otra opción tiene un gobierno democráticamente elegido que patear el tablero, cuando la estrategia adversaria consiste en limitar sus funciones por vía judicial, apelando a un poder no elegido por la ciudadanía.-