A mediados de diciembre de 1886 Mendoza fue una ciudad de espanto. Morían los animales domésticos por falta de agua, las huertas se secaban irremediablemente, en las afueras los cultivos agonizaban
Por Jorge Sosa / Mendoza te cuenta
El ayuno era la práctica más usada para evitar una posible contaminación, la gente comía muy poco, prefería el hambre ante la amenaza del contagio. Las calles estaban desiertas, solo transitaban por ellas las patrullas de auxilio y las lentas carretas repletas de cadáveres. Los presos se encargaban de las sepulturas. La desesperación abundaba en todas partes, se denunció casos de gente enterrada aún con vida.
Un tremendo azote había castigado a la ciudad: el cólera, enfermedad infectocontagiosa provocada por la bacteria Vibrio Cholerae. Los principales reservorios de la bacteria son los seres humanos y el agua. La enfermedad puede diseminarse rápidamente en zonas con tratamiento inadecuado del agua potable y aguas residuales.
Se sabía que en Buenos Aires era epidemia y las autoridades de la provincia trataron de evitar que el flagelo llegara. La idea era aislar totalmente a Mendoza, cortando sus comunicaciones con el resto del país. Para ello se estableció un Lazareto en Desaguadero para la “cuarentena” de las personas que llegaban del Este, pero el Gobierno Nacional consideró a la medida violatoria al derecho de transitar libremente de los argentinos y las barreras de prevención tuvieron que levantarse. El contagio fue imparable.
El primer caso ocurrió el 8 de diciembre, la víctima fue una humilde mujer habitante de El Plumerillo. La alarma cundió en toda la población. Los síntomas de la enfermedad eran muchos y muy crueles: sed incontenible, fuertes evacuaciones, vómitos tremendos, pulso acelerado, dolores de pecho, respiración penosa. Luego la voz debilitada, vértigos, dolores de cabeza, terribles malestares de oído, calambres y adelgazamiento progresivo. Un espanto para cualquiera. La mayoría de los afectados moría sin remedio.
Entre el 9 y el 10 los contagiados se multiplicaron y muchas familias optaron por huir de la ciudad.
Las zonas más afectadas fueron la Capital y el actual Godoy Cruz (San Vicente, entonces). Llegan médicos de otros lugares del país pero eran pocos, el cólera desbordaba cualquier cálculo y cualquier previsión. Se repartieron medicamentos gratuitamente; se regaron las calles con agua con cal; se cortó el suministro de agua en las acequias; se recomendó, fervientemente, hervir el agua antes de ingerirla. En los templos los vecinos se juntaron masivamente para implorar la protección de Dios.
Junto con el cólera se esparció el miedo y entonces la vida social de Mendoza se transformó, nadie salía de sus casas, muchos no iban a sus lugares de trabajo, se miraba al agua ya no como una aliada sino como una enemiga. La gente evitaba el contacto, el más mínimo roce, el centro comercial era un desierto a toda hora.
Para año nuevo la epidemia comenzó a perder fuerza y las prevenciones, la ayuda y la provisión de medicina hicieron decrecer los casos fatales. El primer día de febrero de 1887 se produjo el último caso.
Había pasado esa invasión tremenda y devastadora, los muertos superaron los 4.000. Le costó mucho a Mendoza sobreponerse de semejante castigo. El miedo siguió recorriendo sus calles polvorientas durante mucho tiempo.
Directorio de médicos durante la epidemia de cólera en Mendoza en el año 1886:
Ricardo Ruiz Huidobro, Joaquín Zelaya, Francisco Aguirre, Máximo Wilshon, Juan del Barrio, Carlos C. Videla, Pedro M. Figueroa, Pedro S. Ávila, José A. Tornero, Anselmo Cuadro, Ángel C. Aldunate, Víctor Sánchez Mora, Pedro J. Ávila, Emilio Olmeño, Bernardo Baglione (www.mendozantigua.blogspot.com.ar).
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