Por Sergio Levinsky, desde Buenos Aires
Al fin y al cabo, el ex volante de River Plate, considerado como mejor jugador menor de 21 años del Mundial de Qatar 2022, no es el único que vociferó y cantó en el vestuario contra la selección francesa con tintes racistas y también cargó contra su colega galo Kylian Mbappe. Fue la mayoría de los integrantes de una eufórica selección argentina los que hicieron lo mismo, aunque filmados por Fernández, como se ve en el video que se viralizó y que generó el escándalo mundial, sumado a la inoportunidad del viaje del presidente argentino, Javier Milei, justamente a Francia para estar presente, el próximo viernes, en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París.
No es nuevo el tema. Tras ganar la final del Mundial de México en 1986 -recordó años más tarde Jorge Valdano- los jugadores argentinos, con Diego Maradona a la cabeza, cantaron que el título “se lo dedicamos a todos”. “Fue bastante lamentable la dedicatoria”, reflexionó entonces el exjugador, entrenador y director deportivo del Real Madrid, acostumbrado a otro tipo de comportamiento. En aquel tiempo, la idea era que todos (como concepto generalizado de estar solos en el mundo) hacían lo posible para que Argentina no ganara.
Los cánticos en el fútbol, especialmente en los estadios, nunca fueron políticamente correctos. Distintos colectivos de sociólogos denominaron a esta situación como “ámbito de libertad”, un lugar en el que nos sentimos protegidos por la masa que salta y canta, y por noventa minutos (o un poco más, hoy con el VAR y los descuentos) nos sentimos dueños del mundo y sin autoridad que nos limite. El futbol es, en buena parte del planeta, lo que el Carnaval: días e los que rigen otras reglas, o que uno siente que rigen, en todo caso, y eso se propaga y se hace colectivo.
Pero el problema aumentó cuando esos cánticos que quedaban en aquel ámbito, con la aparición de las redes sociales, se fueron extendiendo a las mismas y suenan a toda hora, se reproducen a cada instante, se viralizan, y ya salen de los límites de lo tolerable cuando son los propios protagonistas los que lo repiten.
Justamente estamos a una semana del comienzo de una nueva edición de los Juegos Olímpicos modernos, instaurados por Pierre Fredy, conocido como el Barón de Coubertin, pedagogo e historiador francés, para 1896 en Atenas, con la idea de una competencia entre deportistas de distintos países con el objetivo de alcanzar una convivencia pacífica y de autosuperación personal, y no para que cada vez más, apareciera una burla de los vencedores a los vencidos, o diferencias raciales, políticas o sociales, aunque ya en Berlín 1936 con el nazismo respaldando la competición, eso cayó en un pozo muy profundo.
Lo cierto es que cuando aquello que era propio de los hinchas en las tribunas, perdido entre la multitud, llega a los protagonistas, es, acaso, la mayor expresión de la podredumbre y síntoma (mucho más allá de un protagonista particular) de que esa (aunque quizá no sea la única) sociedad se encuentra en franca descomposición.
Costaría mucho ver, en el fútbol europeo, a jugadores de equipos de élite cantando, con insultos, y en el césped, sobre los rivales batidos. Todo lo contrario, aunque la alegría pueda ser infinita luego de un partido fundamental para sus aspiraciones, los jugadores del equipo ganador postergarán para la intimidad el gran festejo y saludarán a sus rivales en el césped y cada uno, se irá a su destino. Eso ocurría en otra Argentina, cuando los hinchas rivales aplaudían de pie, resignados, pero reconociéndolo, al campeón
Sin embargo, hace años que vemos en el país, el final de cada clásico, cómo los ganadores se burlan de los perdedores en el propio campo de juego, ante la mirada del derrotado, y por lo general, con cánticos insultantes que pueden ser los mismos que suelen cantar sus hinchadas tribunas arriba. La diferencia, antes simbolizada por el alambrado, entre protagonistas e hinchas se fue desdibujando en un pañis en el que tantas veces se para el juego por incidentes “del otro lado”, o sea que los jugadores, desde el césped, observan lo que pasa “afuera” y esperan a que terminen los incidentes para que todo se reanude (o no). Es decir, los protagonistas son los otros, los hinchas.
Es verdad que existen códigos. El fútbol es un deporte que nació en los campos, los potreros, las calles, en muchos lugares del mundo y con él, la picardía, y es lógico, esperable, que se la use para sacar alguna ventaja en el juego. Pero de la picardía, hace tiempo, en el fútbol argentino (modelo que muchos copian en tanto más ganador de la historia), se ha saltado a la impunidad y a la falta de respeto.
Lo que ocurrió con el video de los cánticos de los jugadores argentinos contra la selección francesa y contra Mbappe, es consecuencia de años de esta impunidad mezclada con otra propia de las entrañas de un fútbol argentino que recibía en la sede de la AFA a los barras bravas pero no a los familiares de víctimas de la violencia del fútbol que la dirigencia supo generar en más de medio siglo, con la carta de libertad de los representantes de los jugadores de élite para mantener una enorme distancia con la prensa, máxime ahora con las redes sociales y sus millones de seguidores que les colocan un “like” ante cualquier actividad que hicieran, ante la creencia de que la fama y el dinero no necesitan de estudios o de formación personal, salvo raras excepciones.
Con todos estos antecedentes, casi que cae de maduro que en los vestuarios, los futbolistas campeones en un país en franco declive por años de estancamiento o de caída vertiginosa en la convivencia, no entiendan de comportamientos políticamente correctos y se conviertan, por instantes, en hinchas de tribuna sin ningún freno, y luego, observan con sorpresa que sus clubes de élite los pueden sancionar con muchos partidos de suspensión, muchos de sus compañeros de todo tipo de orígenes dejan de seguirlos en las redes, la FIFA estudia medidas, y llegan las críticas sociales por sus comportamientos.
Nadie, nunca, les advirtió sobre que esto que hicieron no es aceptado en un sistema cada vez más global y, por lo tanto, necesitado de comportamientos de tolerancia.
No miden porque no tienen freno. Sus fortunas los hace inabordables. El cerrojo sobre ellos de parte de sus asesores y dirigentes aduladores del campeón o que sacan rédito de sus relaciones, los convierte, momentáneamente, en impunes. Pero a esto hay que sumarle un contexto de país en el que un presidente que debe administrar una de las peores crisis de su historia, se entromete para echar al funcionario del área deportiva que osó manifestar que el capitán del equipo y el titular de la federación (al que su prosecretario le pasaba un trapo por la nuca durante un partido, faltando que le bese el anillo) pidieran perdón en nombre del plantel, y que la vicepresidente apoye al que apareció insultando, aunque el propio protagonista haya escrito -presionado por las circunstancias- una carta pidiendo disculpas.
Y toda esta intervención política del Gobierno argentino, a una semana de que su mandatario viaje a Francia para encontrarse con su par Emmanuel Macron, vaya oportunismo, o, quizá, extendida a la política, una actuación con la incorregible impunidad del que no mide consecuencias. Como si la Argentina estuviera dirigida por un árbitro imperceptible que le dijera, a cada rato, “siga, siga”.
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