Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
A sabiendas de la situación marcada por la absurdidad y, de pronto, por la demencia, propongo celebrar haciendo un tributo a los hacedores de las vides que conducen al vino eterno.
Pasaron más de quince años, desde Mendoza me invitaron “a cosechar” en esa viñita del aeropuerto, la del Plumerillo. Pese a mi jodida timidez, acepté participar de ese simulacro de cosecha en el que había artistas, poetas, músicos, deportistas, políticos, de todas las edades. Entre los invitados a esa fugaz cosecha, la más diversa fauna: había caras, caritas y caretas. Debo confesarlo: fui a esa simulación de cosecha pública con la excitación de un adolescente, de un debutante. Esté en Buenos Aires, donde vivo, o esté en Mendoza, en París, en Nueva York, siempre duermo mi siesta. Aunque la siesta es sagrada, ese día, excitado por el acto de cosechar, tuve insomnio de siesta. Como a todos los invitados, a la noche me dieron un delantal, un tacho y una tijerita de podar. Por supuesto, que al final “olvidé” devolver la tijerita. Todavía la conservo (como una condecoración). Es que, el acto de cosechar una docena de racimos con las propias manos, para mí significó rozar la sinfonía primordial.
Aquella cosecha ilusoria me traslada a mi niñez, a una finquita de Chacras de Coria. Allí trabajaba de contratista mi abuelo vasco, Eustasio (o Eustaquio) Zarategui y mi abuela Petra Valencia. Estoy viendo, respirando, otra vez aquellos días luminosos de las cosechas: hombres y mujeres, ganándole segundos a los minutos, al trotecito entre los surcos, con sus tachos repletos al hombro o sobre la cadera, rebosantes de uvas recién paridas destinadas a gestarnos el vino nuevo.
Me detengo en lo más entrañable: aparte de aquel sol amarillo como ningún otro sol de la tierra, recuerdo el olor del sol, el olor único de aquellos cuerpos laborantes. Tengo muy presente el prodigioso olor del sudor, macerado por el aire y el sol. Un olor único. Un olor noble, el del sol, limpio de toda limpieza.
¿Olor a qué? Olor a tierra. Olor a agüita. Madremía, ¡olor a vida! El olor del trabajo, siempre ninguneado. Exactamente, el olor contrario al olor a falsedad, al olor a frivolidad, al olor a apariencia, al olor a desodorante, al olor a simulación.
Aquella cosecha ilusoria en el Plumerillo me sigue empujando hacia una reflexión extraña, reflexión emocionada. Ahora pienso que los intelectuales, los artistas, los políticos, los escritores, los científicos, los periodistas, alguna vez en el barullo de nuestras vidas debiéramos imponernos una semana. ¿Para? Una semana para ir a no hacer “como que”, sino a cosechar de veras. Un puñadito de días desnudos de celular, sin guasap, sin la canción de cuna del arroba, sin cotización del dólar, sin reloj. Y sin desodorante. Una semana para traspapelarnos con las y con los desconocidos de siempre, con las y los primordiales; con aquellos que, tierra mediante, inventan cada uva de cada racimo en sociedad con el sol y con las agüitas que le ganan a la perenne inclemencia del desierto. Con aquellos y aquellas que, una y otra vez, al entregar el milagro terrenal del vino, permiten, con su trabajo perpetuo, que la rueda de la Vida ruede. Que continúe, pese a los zánganos, a los atorrantes, a los usureros, a los mafiosos; pese a los buitres.
Unos poquitos días de nuestras vidas cosechando, de sol a sol, ¡qué saludable nos sería! Aprenderíamos, por empezar, como es el verdadero olor de nuestro cuerpo. En qué consiste sudar la gota gorda, sudar tra-ba-jan-do. Aprenderíamos, además, cómo es, sin metáfora, eso de ganarse los panes con el sudor de nuestro lomo y de nuestra frente.
Unos días siendo genuinos cosechadores nos vendrían macanudo. Macanudo para el cuerpo y macanudo para eso que llamamos el alma. Y para el corazón. Y para el bendito colesterol. Y para activar la circulación de la sangre.
Así es: estoy seguro que nos vendría bárbaro esto de participar unos días en una cosecha real. Para volver a nuestros orígenes, para alfabetizarnos de otro modo. Para ser éticos sin tanto cacarear con la ética. Para parecernos a lo que a veces enarbolamos oralmente, con frases y estribillos gastados, en nombre de ideologías de ocasión.
A los escritores y periodistas, una semana adentro de la cosecha, anónimamente, entre los surcos, a la intemperie, nos vendría bien hasta para amigarnos con la sintaxis. Y para dejar de pontificar tantas güevadas.
Nada obligatorio, nada que provenga de la soñada mano dura, nada que se disfrace de protocolo sirve. Pero se me hace que nosotros, tan aseados, tan civilizados, debiéramos obligarnos cada año, a ir unos días a cosechar. Descubriríamos, por fin, el sol gloriosamente amarillo del amanecer, y llegaríamos al final del día con ese emocionante cansancio del pan bien habido. Haríamos entonces el amor de los amores, soltando alaridos. Y dormiríamos en castellano y en criollo, como sólo duermen los niños.
A ver si nos entendemos: en vez de gastarnos una fortuna haciendo “turismo aventura” con casco y otros disfraces; en vez de prestarnos a las no siempre genuinas “terapias alternativas”, deberíamos probar de regalarnos una semanita al ras de los viñedos, cosechando con los dedos de nuestras propias manos.
Hagámoslo por la vida, hagámoslo por nosotros, hagámoslo por la sintaxis. No olvidemos: es imprescindible recordar cómo es el olor de nuestro cuerpo, y el del sol. Así sabríamos en qué consiste la felicidad de ganarse el pan con el sudor de la frente y de los riñones, con el sudor del cuerpo entero.
Posdata. Pregunta: ¿Falta mucho, falta cuánto para que la reina emerja entre las mujeres trabajadoras, las que transitan los surcos?
Mientras madura la respuesta, ya que estamos, brindemos por ese vino, que cuanto más oscuro viene, más luminoso es. Y no se nos olvide el brindis por los hacedores del vino, por los y por las primordiales que tienen olor a sí mismos.
Brindemos por el vino porque, anidando sol, borra todas las falsas fronteras habidas y por haber. Repitámoslo como si fuese una plegaria. Repitámoslo, hasta extenuar nuestros pulmones. Damas y caballeros y humanos diversos de toda diversidad:
¡el vino,
el vino,
el vino es la única patria que tiene mástiles para ¡todas! las banderas!
((Y abracemos a los que hacen el milagro, a ras del mundo, a la intemperie, bajo el sol que nos alumbra. Por ahora)).
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