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La logia de los primordiales: esos barrenderos ejemplares

En la capital de nuestra patria idolatrada cunde la desesperación por ponerle rejas a todo. Las rejas son feas y son fieras. Y no sólo eso: son provocadoras.

06/07/2024 22:54
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires

    Veamos, observemos: Patético espectáculo el de las plazas enrejadas, con horarios para poder respirar su aire. Cunde la histeria del miedo equivocado. Y cunde la fealdad de las rejas en la capital inmobiliaria. Cunde también la antipatía por los cartoneros, esos habitantes que, decididos a no robar, escarban nuestras bolsas de basura en busca  de restos de comida. Lo que no cunde es la conciencia de que, para evitar eso que mortifica a nuestra dulce mirada, no hay que poner rejas ni salvar las apariencias, como hizo en su momento el bostezante de la Rúa, como quiso el drástico (para lo que le conviene) Macri Junior. La única verdadera solución es generar trabajo genuino. A menor desocupación, menor inseguridad y menor desprolijidad. Y mayor dignidad. Y claro: pan de cada día; para todos.

     Reanudo un texto que escribí hace más de diez de años. Estamos anegados de palabrerío, de diagnósticos referidos a lo que nos pasa y nos deja de pasar en esta, la república que nos parió. Yo mismo, con la presente columna hago mi contribución a este palabrerío que nos anega. Ante tamaña confesión, debiera poner ya mismo un punto final. Y callarme la boca. Pero de tentación somos, soy, y caigo nomás en la tentación. Caigo, pero poniéndome una condición: hoy escribiré más que para pontificar, para compartir un par de episodios, en apariencia insignificantes. En los dos casos los protagonistas son basureros. Prodigiosos basureros.

    Es una costumbre muy nuestra: generación tras generación decimos: “estamos tocando fondo”, y nos preguntamos con enojada perplejidad: “¿Cómo es posible que este, nuestro aclamado país, haya llegado a esto?” A esta altura del baile pienso que debiéramos agravar la pregunta: ¿Cómo es posible que siendo como somos (y como dejamos de ser) este nuestro país exista todavía y no se haya ido a la mismísimo carajo?

    Afronto la pregunta  y la respuesta que encuentro es que si este conato de país aún tiene pulso es porque aquí se viene sosteniendo una ardua pulseada. De un lado, los depredadores, los charlatanes, los desvergonzados entregadores, los frívolos, los que en vez de política hacen clientelismo y, llegado el caso, hacen mafia. Del otro lado, los que laburan, los que sueñan, los que entienden la esperanza como un trabajo. Pese a todo.  Se trata de los “ejemplos” que sí existen y que están más acá de nuestras narices. Se trata de los hombres y mujeres comunes, mejor dicho, de los primordiales. Los primordiales constituyen una logia, una suerte de férrea comunidad y, por ellos justamente, ésta casi patria siempre pendiente todavía tiene pulso. Y, por ellos, a este tan saqueado agujero con forma de mapa le quedan al menos las 9 (nueve) letras de su apellido: a r g e n t i n a. Poco faltó para que a esas letras se las privatizara, se las rifatizara. Muy poco. Pero el caso es que, hoy por hoy,  existe una caterva de tremendos  ciudadanos dispuestos a regalar las joyas de la abuela (y a la abuela también). Apogeo del cipayismo.

    El primer caso que paso a contar lo encontré y escribí en agosto de 1981. Todavía estábamos sumergidos en aquella pesadilla de una dictadura que hasta robaba criaturas. El paraíso de la “plata dulce” de Martínez de Hoz (tan parecido al de la Convertibilidad) hacía agua por sus cuatro costados. Había entonces sobradas razones para la tristeza, la congoja y la vergüenza. Pero no nos podíamos dar el lujo de bajar los brazos. Tal vez por esto reparé en una carta de lector del diario La Capital, de Mar del Plata. La carta refería un episodio, nada espectacular, protagonizado por un basurero municipal; alguien que sin duda pertenecía a lo que nosotros llamamos la Logia de los Primordiales. La carta que me sirvió para esta “delación” decía en uno de sus párrafos:

    “Estaba este hombre junto al carrito municipal, que le servía para recoger los residuos que se acumulan junto al cordón de la vereda. ¿Y qué hacía él? ¡Repasaba con un trapito, uno por uno –casi podría decir, sacándole lustre– a los rayos de una de sus ruedas! Lo hacía con cariño, con dedicación fervorosa, comparable a la que suelen poner algunos fanáticos en sus autos. Y al preguntarle yo, sorprendido, sobre lo que estaba haciendo, me respondió con sonrisa candorosa: “Y… hay que tenerlo limpio.”

“Hay que tenerlo limpio”, dijo aquel basurero. Qué manera de darle sentido a su trabajo, de dignificarlo, de encontrarle sentido a su faena, la vuelta a la alegría. Qué manera de hacerle un agujerito a la cerrada noche de aquellos años obscenos, impíos.

    El segundo caso, el del otro barrendero, tuve el colosal privilegio de verlo hará unos seis años en  Paraná y Corrientes, en plena Capital Federal. De pronto, en el hervidero ciudadano, apareció un barrendero: iba con su escobillón, juntando las mugres del descuido y la negligencia. Hasta ahí, nada del otro mundo. Lo extraordinario era que el largo mango del escobillón también lo compartía un chico, de unos cinco años. Se ve que era su hijo. Padre e hijo, concentrados, barrían rítmicamente. Era el último tramo del día. Los alumbraba un entusiasmo arrasador. El presente y el futuro asidos de ese escobillón.

   Yo seguía la escena desde un café. Un rato después reapareció el barrendero caminando en dirección contraria y con la familia cerca. No la gallina, era el gallo con los pollitos detrás: tres hijos, uno de ellos el mocoso que compartía el escobillón. Después, guardando el grupo de pibes, la mujer. Los tres chicos tomaban yogur.

    No hay caso, no se me borra la escena del barrendero y su niño, barriendo a dúo. Con qué concentración, con qué seriedad lo hacían. Con qué honda alegría y con qué fe rezaban sin rezar y redimían a su trabajo.

    Damas y caballeros, los que según el decir del finado José María Vilches comemos con mantelito, y tenemos el ahora privilegio de techo, alfabetización y panes diarios, debiéramos prestar atención a estos seres que integran la Logia de los Primordiales. Los primordiales, alumbrados por el entusiasmo diario, le socavan los cimientos a la enfermante enfermedad que padecemos desde hace décadas. Bajar los brazos, entregarse al “ma’ sí”, al “no hay nada que hacerle” es una comodidad que justifica esa otra forma de corrupción que es la desesperanza.

    Posdata

    La desesperanza lo que busca es expandir la antipolítica. La desesperanza, sinónimo de antidemocracia. Dejémonos de joder, no nos escondamos en la cómoda coartada del “lo que pasa es que, aquí, en la dirigencia no encontramos ejemplos”. No, señoras y señores: ejemplos hay, si es que, con los ojos y el corazón abiertos, miramos más acá de nuestras benditas narices.  

     Así es: el neoliberalismo viene con trampa, nos inyecta la desesperanza. Y a partir de eso emergen los candidatos que se desviven por imitar el estilo Trump, el estilo Bolsonaro. Y el que quiera andar armado que ande armado. Y entonces rejas, meta rejas nomás. Y así socavamos a la pobre democracia. Y que viva la Pepa. Y, por si esto fuera poco, que viva el Pepe.

   

*   zbraceli@gmail.com    ///    www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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