Nos bañaron sus lágrimas, desde Ushuaia hasta La Quiaca.
Lloramos con su desahogo, necesario y purificador.
En cada lágrima navega el potrero, el taco, el sombrero y el caño.
El punto de encuentro está en el centro del pecho – justo allí, que cubre el parche.
Lo juzgaron los depredadores, siempre al acecho y a mansalva.
Él juega.
Juega, que no es lo mismo a la demonización que vomita el panelista.
Juega, salta, tropieza, se alza, crea, construye, cae, se levanta, vuelve a caer, no protesta y se yergue.
Se desafía a sí mismo, supera sus límites y vuelve a deaafiarse.
Encara, frena, rodea, amaga, se hace el espacio, pasa, tiene el destino en la mira, apunta y no falla.
Asiste, se muestra, recibe, devuelve, genera la zona, ataca el espacio, se compromete y asume el riesgo.
Incorpora conceptos tácticos, pero no traiciona a su propia creatividad – arriesga hasta el extremo y más aún también.
Es tan maradoneano como Diego hubiese sido messineano.
Todo lo que toca lo convierte en arte futbolero.
El arte hecho pelota.
Tres goles en modo continuidad de hat-trick.
A tanta demonización patriotera le opuso su más tenaz resistencia: él mismo.
Rompió la Matrix.
Está en estado de gracia.
Está en estado de Messi.