Por Roberto Suárez, especial Jornada
Nicolino Felipe Locche nació el 2 de septiembre de 1939 en Campo de Los Andes, departamento de Tunuyán. Con siete años comenzó a practicar boxeo en el gimnasio Julio Mocoroa, de nuestra ciudad, entrenado por Francisco "Paco" Bermúdez en un estilo orientado a, según declaró más tarde el propio Locche, "el arte de la defensa".
Su primera pelea amateur fue con 16 años en la categoría microbio, ante el recordado Bebé Fara. Tras 122 combates ganados como aficionado, debutó profesionalmente en 1958, noqueando en dos rounds al sanjuanino Luis García.
Desde entonces la carrera de Nicolino fue en ascenso y sus primeras presentaciones las realizó en el Luna Park. Fue un titán, un coloso, un artista. El palmarés de sus 136 peleas es increíble: 117 victorias, 14 por KO; cinco derrotas y 14 empates.
En 1961 ganó por primera vez el título argentino de peso ligero y dos años más tarde se consagró campeón sudamericano. En el Luna Park venció a campeones mundiales como los estadounidenses Eddie Perkins y Joe Brown, y el italiano Sandro Lapopolo. Empató con otro gran campeón del mundo, Ismael Laguna.
Sin embargo, su noche de gloria fue en Tokio, cuando el 12 de diciembre de 1968 derrotó al local Paul Takeshi Fuji y ganó el cinturón de la AMB, para consagrarse campeón del mundo de los pesos superligeros.
Nicolino regresó al país como un héroe deportivo y logró seis defensas del título, que conservó hasta 1972, cuando fue vencido en Panamá por Alfonso Frazer.
El estilo para pelear de Locche lo diferenció inmediatamente del resto, apoyado en su habilidad para evitar los golpes a gran velocidad.
Parecía que los contrarios practicaban boxeo de sombra o que braceaban en el vacío. Y no solo eso. En plena tormenta, Nicolino se agarraba a su víctima y miraba al público de las primeras filas o a los fotógrafos y les hablaba: “¿Y yo? ¿Cuándo pego yo?”. Los abucheos devinieron ovaciones a medida que los espectadores comprendieron que no era un payaso. O que era un payaso genial. El Chaplin del ring. Apareció veinte veces en portada de El Gráfico. Un redactor de la revista, Piris García, le puso el apodo por la desesperación de un rival, Sebastião Nascimento: “¡Este tipo es intocable!”. Así nació el apodo de Niccolino Locche.
Encadenó una victoria tras otra. Buenos Aires se paralizaba cada vez que actuaba. Porque él actuaba, no peleaba. Le preguntaban cómo había ido el combate y respondía: “¿Qué combate?”. Acababa los 10 o los 15 asaltos y había espectadores más cansados que él. No parecía un titán: medía 1,68 metros, tenía una calvicie incipiente y estaba enganchado al tabaco, el amigo infiel que lo alejó de la vida.
En las peleas de Nicolino Locche no eran dos los que peleaban sino una singularidad y otra. No era un diálogo sino dos monólogos: el de Nicolino, de esquives y corridas; y el de su rival, con golpes al vacío y mucho de vergüenza, de estar expuesto a la risotada y al “ole”. Porque nada más absurdo que ver a un hombre chapotear en el aire, allí, sobre el ring, frente a una multitud que festeja su torpeza. Meses de entrenamiento para tirar y tirar trompadas y no dar nunca con el cuerpo de su adversario; solo, expuesto, cansado e inútil, hasta quedar sin aliento. El oponente veía a su lado el abismo de no poder y eso lo iba demoliendo de a poco.
Amado por el público del Luna Park. Ídolo indiscutido. Sus noches de Luna llena quedan en viejas fotos y antiguos videos. Locche y la gente. Locche y las sonrisas. Locche y los aplausos. Locche, siempre: único, irrepetible. ¡¡¡Eterno Nicolino!!!
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