Alberto Fernández apuesta decididamente al efecto anestesiante de Qatar 2022 y a que un eventual éxito de la Selección Nacional pueda aplacar esa extrema sensación de agobio y desesperanza que atraviesa la sociedad argentina.
Está claro que el Gobierno nacional no ha sabido dar respuestas ni políticas ni económicas a la crisis cada vez más aguda que se torna evidente en cualquier ámbito que se ponga bajo análisis. De la educación a la producción, del comercio a la provisión de servicios. Insatisfacción y frustración son las palabras que definen la incapacidad argentina.
Y no hay aquí una especulación periodística sobre la estrategia oficial, ni mucho menos. Si no una deliberada construcción política que se apalanca en lo que el fútbol significa; y como contrapartida, en la euforia esperanzada que supone un equipo que logró ganar la última Copa América a un Brasil que jugó de local, en lo que pareció ser el portal consagratorio y definitivo de un jugador como Lionel Messi en el esplendor de su madurez deportiva.
Estamos ante una clara decisión de gobierno que el propio presidente ratificó en estos días cuando aseguró que “lo que debemos pensar los argentinos es ver cómo ganamos el Mundial”, como si en todo caso los argentinos no tuviéramos que pensar en otros asuntos más urgentes y cruciales, como por ejemplo ver cómo disminuimos la pobreza que afecta a casi el 50% de los niños y adolescentes de este país.
Las palabras de Fernández no fueron descontextualizadas. Por el contrario, se trató de declaraciones en claro apoyo a su ministra de Trabajo, Kelly Olmos, quien en una entrevista televisiva había asegurado días antes que durante este mes la inflación no era una prioridad, y que lo que se hiciera en este tiempo para combatirla no alteraría lo indomable que resulta para el Gobierno. Y que en todo caso, “la prioridad” –dijo la encargada de fomentar el trabajo y el poder adquisitivo en Argentina- “era ganar el Mundial”. El fútbol como tabla de salvación y dudosa política de Estado pese a la sinuosa explicación posterior de sus dichos polémicos.
Mientras tanto, en el mundo real, el cotidiano, que no transitan ni los encumbrados funcionarios nacionales ni las seductoras estrellas que nos representarán en el Mundial, los datos de la realidad siguen golpeando. De hecho esta semana se conoció el índice de Precios al Consumidor (IPC) de octubre y trajo otra mala noticia: 6,3% de variación.
Así, Argentina acumula en 2022 un aumento del 76, 6% y del 88% de inflación interanual y se encamina como aseguraron todas las proyecciones a terminar el año en el 100%. Un desastre que come salarios, impide proyectar y torna la vida cotidiana en un calvario que licúa toda posibilidad de futuro para todos los actores de la economía.
Para más detalle, estos números están entre los peores de los últimos 30 años en el país y colocan a la Argentina en el vergonzante ránking de los países con más inflación del mundo. Una especie de tabla del descenso de naciones que encabeza Zimbaue con el 268,8%; seguida por El Líbano con 162,5%; Venezuela con 155,8%; Sudán con 10,2% y ahí nomás Argentina con el 88% citado.
Claramente, un Mundial económico en el que peleamos los últimos puestos y en el que el Gobierno debería poner el foco para salir airosos aunque no haya premio deportivo en Qatar. O que en todo caso, una cosa no quite la otra, pero que al menos nuestros funcionarios tengan en claro cuál de los mundiales es prioritario. Y decisivo.
Porque en un mes Qatar pasará (ojalá sea con éxito y gloria futbolística), pero nuestras preocupaciones y tragedias seguirán siendo diarias pesadillas si de una vez por todas no dejan de subestimar a una sociedad agotada. Que necesita alegrías, pero también las certezas que hoy no tiene y que difícilmente la genialidad de Messi las pueda dar.