“Sembrar muertos para cosechar vivos” era la fórmula que tenían los quichuas para dialogar con los dioses. Fue este el convencimiento que los llevó a hacer sus rituales: sacrificios de humanos, principalmente de niños
Por Jorge Sosa / Mendoza te cuenta
No era una crueldad, al contrario, el niño elegido era realmente un “elegido”, alguien preparado cuidadosamente para el encuentro con sus dioses. Iba a llevarles el mensaje de todo un pueblo. No había saña, ni desbordes de sangre, el niño escogido era un enviado que iba a dar gracias por todos y procurar mejores tiempos. Ellos, el pueblo de los Incas, llamaba a esta ceremonia “capacocha”, cuando se elegía un niño para que hiciera de “huaca”, sacralidad de los quechuas. La “capacocha” era un ritual que se hacía en vinculación a la tierra, los astros, y buscaba, a través del sacrificio, mantener un orden cósmico. No lo podemos entender desde esta perspectiva. Se celebraban por distintas razones, porque había un nuevo Inca, para que ayudara en los procesos de conquista, para detener la sequía, para obtener una buena cosecha.
El sacrificio era el fin de un largo proceso que tal vez había comenzado en el momento del nacimiento de la criatura. Las crónicas de los conquistadores indican que los niños seleccionados para los sacrificios eran sanos y bellos y pasaban por una preparación espiritual de, al menos, un año.
Los rituales se hacían en los cerros más elevados de las zonas conquistadas, cerros considerados sagrados, huacas. Los enterratorios descubiertos son numerosos a lo largo del “Capac ñan”, el Camino del Inca. Se han encontrado ofrendas en el Cerro Llullaillaco, en Salta; el Cerro Toro en San Juan, y el Cerro El Plomo en Chile. En total suman unos 50 emplazamientos de altura. No siempre realizaban sacrificios de personas, a veces hacían lo que Juan Schobinger, el gran estudioso de los mensajes del ayer, llamó “sacrificios sustitutos”, ofrendas de estatuillas de oro, plata o valva de molusco de Ecuador, la que tenía mucho valor para los Incas, tanto que decían que era el alimento de sus dioses.
En 1985 el Club Andinista de Mendoza, generador de grandes escaladores y grandes expediciones, cumplía cincuenta años. Decidieron sus integrantes, a modo de celebración, subir a la cima del Aconcagua por caminos distintos a los habituales. Gabriel Cabrera, Alberto y Franco Pizzolón, Juan Carlos y Fernando Pierobón, todos muy jóvenes, deciden encarar la subida a través del Cerro Pirámide. No era fácil la ruta elegida. En un momento, ante un acarreo peligroso, se ven obligados a hacer una cordada. La cordada es cruzar un accidente difícil del terreno valiéndose de una cuerda. Superado el escollo siguen subiendo pero a poco de andar algo les llama la atención: una pared de pircas. ¿Quién pudo hacer eso? Se acercan al lugar llenos de intriga. Ven un conjunto de plumas ¿plumas a 5.300 metros de atura? No es posible. Tal vez pastos, pero no hay pastos que vivan allí. Entre dos pircas semicirculares distinguen un cráneo humano con plumas. Inmediatamente entienden que lo que habían descubierto era una ofrenda de otra cultura, de otro tiempo, de los pueblos del pasado. Alguna vez los jóvenes habían escuchado del respeto que merecen los restos que pudieran encontrar de las culturas de otros tiempos. Cumplieron con lo aprendido. No tocaron ni una mínima piedra y decidieron bajar para informar. Era el 8 de enero, una fecha que se iba a transformar en emblema, el comienzo de otra forma de entender la historia.
Quince días después, alrededor del 23 de enero, partieron los andinistas descubridores, tres miembros del Instituto de Arqueología, Julio Ferrari, Eduardo Guercio y Víctor Durán; el periodista Germán Bustos Herrera, la andinista Silvia Centeleghe y el eminente arqueólogo Juan Schobinger como director de la expedición. La emoción los acompañaba, sabían que iban al encuentro de un legado de otros tiempos, que daría nuevos conocimiento sobre los pueblos originarios. Con dificultad llegaron. Con delicadeza comenzaron a desenvolver el fardo funerario en lo que fuera posible. Con mucho cuidado. No podían dañar en lo más mínimo ese hallazgo fantástico. Comenzaron a analizarlo, el proceso de comprensión fue lento. Solamente cuando bajaron y pudieron desenvolverlo del todo tuvieron certezas. Era un niño de aproximadamente 7 años. Estaba envuelto en numerosas piezas textiles. Tenía un tocado totalmente engazado con plumas amarillas y negras, posiblemente de papagayo y tucán. El cuerpo estaba pintado con pigmentos rojos, que podría ser de achiote (planta andina), también comprobaron que un jugo de esa planta fue lo último que bebió. Era un fardo funerario donde estaba el niño con sus ropas y muchas otras telas y amarras que lo apretaban. También había un par de sandalias, ojotas y dos bolsitas, una contenía semillas.
Mientras parte del grupo trabajaba cuidadosamente para retirar el fardo funerario otro grupo excavaba tratando de llegar lateralmente a la pirca. Entonces ocurrió otro hallazgo. Junto a la momia se descubrieron seis estatuillas. Tres humanas, realizadas en oro, plata y spondylus (una valva del océano Pacífico) y otras tres que representaban animales.
Después supieron más. Supieron que era probable que en el instante de su muerte el niño haya estado algo embriagado. En ese estado lo subieron y en el lugar habría recibido un contundente golpe en la cabeza que sería la causa de su muerte. Después lo alhajaron para su viaje. Lo envolvieron como un capullo. Con el tiempo, la altura y el frío, a través de los años, se encargaron de momificarlo en forma natural.
Se calcula que la ofrenda fue hecha en el año 1500 cuando gobernaron en Cuzco Tupac Yupanqui y Huayna Capac. Hoy, el niño, separado de su rico ajuar funerario, desnudo y rojo, permanece guardado en una cámara del Cricyt, a 16 grados bajo cero y 60% de humedad, para que futuros avances tecnológicos permitan a la ciencia explorar más sobre los secretos de su sacrificio y la presencia en Mendoza de un misterioso imperio que no dejó nada escrito para la posteridad. Al menos nada que hoy sepamos leer. Parte de su ajuar se exhibe en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo. Los expedicionarios bajaron con el fardo funerario el 31 de enero. Cinco días antes, mientras ellos trabajaban con el pasado en las alturas del Aconcagua, en Mendoza ocurría el terremoto del 26 de enero de 1985, uno de los más devastadores de la historia de nuestra provincia.
Copyright © 2020 Diario Jornada Mendoza | Todos los derechos reservados