Por Fabián Galdi
De ninguna manera puede pasar inadvertido, ni darse vuelta la página rápido, cuando se retrotraen las imágenes de la tensión generada ayer en el "Malvinas Argentinas" con el barrabravismo tomando un rol protagónico que lo puso en el foco de la escena, tal como si esto fuese lo más importante en el marco de un espectáculo de índole deportiva.
Las reacciones intempestivas de los actores protagónicos de este caldo de cultivo para conductas antisociales, que se genera en torno al fútbol, pero desde sus propias entrañas, refuerza la vigencia de un modelo que se sostiene intrínsecamente a partir de la violencia como elemento constitutivo que, de latente, pasa a ser manifiesto.
Y así, vale destacar que fue auspiciosa la reacción de personas que, desde su lugar en la tribuna o en la platea, rechazaron la presencia de los barra bravas del Tomba adhiriendo al cántico "que se vayan todos", como modo de ratificar que lo esencial del fútbol no está emparentado intrínsicamente con la violencia, sino con cuestiones movilizadoras más genuinas como la del sentimiento afectivo por una camiseta.
Así, simpatizantes que, quizás, se manifiestan habitualmente calmos, cruzaron un límite propio que las expuso a mostrar lo que realmente sentían y dejaron al descubierto su toma de decisión visibilizándola. Sobre todo, porque reaccionaron al modelo barra bravista que los agresores utilizaron como modus operandi.
Sigmund Freud, entre 1927 y 1930, detalla en sus artículos “El porvenir de una ilusión”, “El malestar en la Cultura” y “El porqué de la Guerra” que todos los hombres mantienen tendencias autodestructivas y antisociales, que el prójimo asoma más de una vez como una tentación para expresar su agresividad, que el instinto de agresión representa la pulsión de muerte como manifestación exterior y que estos comportamientos mantienen cohesionadas a una comunidad a través de las identificaciones entre sus miembros.
El barrabravismo, entonces, está instalado en modo identitario en nuestra cultura y reaparece de tanto en tanto, tal como si hubiese una ley de eterno retorno que lo reprodujese cíclicamente.
Este fenómeno conductual nada tiene que ver con hinchas que profesan la identificación con su equipo favorito y se manifiestan en sus cánticos o a través de las leyendas en sus banderas.
Así, retomando a Freud, quien señala que “en la masa se disuelve la identidad”, nunca está de más recordar que el barra brava se siente apañado y protegido por poderes ocultos que lo blindarán ante eventuales fallos condenatorios de la Justicia.
El fútbol oscila entre estas pendulaciones.
Sepamos ponerle límite y sabiendo que este nace desde nuestro interior.
El culto a las expresiones barrabravescas no hace más que fortalecer y retroalimentar este flagelo de manera sistemática.
Saber en qué lugar pararse y sostenerse es la consigna.