Era un día nublado y frío. Nadie esperaba que la ciudad se vistiera de tal manera; hasta entonces habíamos tenido días casi primaverales. Me encontraba —junto a otros colegas— a la entrada del Barrio Rodrigo Bueno, un asentamiento que nació a 350 metros del Río de la Plata y que limita con la ex Ciudad Deportiva de Boca Juniors. «¡Esta no puede ser cosa más oportuna!», pensaba. Como todo lo que queda cerca de La Boca, como todo lo que proviene de La Boca, las casitas apiñadas semejaban una extrañísima sedimentación; como si el tímido riachuelo que las bordeaba hubiera ido escupiéndolas por cansancio. Podía sentirse ese aire trashumante, ese instinto de transición, de lo que vive pasando, de los que pasan; ¡la viva cruz de los inmigrantes! Así, con ese siempre pasar de su gente, pasaba también el hambre con su manto espantador. Los vecinos del suburbio fueron empujados hasta las lindes, pero quedaron prendidos del lado de adentro, dirigiendo un bravo reproche a todos los cómodos habitantes de la ciudad.
Algunos muchachitos —«muchachitos» por jóvenes— del IVC (Instituto de Vivienda de la Ciudad) se reunieron a la entrada del barrio y comenzaron con el pitch. Andábamos las primeras calles, siempre a las márgenes de la villa descubierta. De un lado, se alzaban impecables edificios de ladrillo visto; del otro, las penosas casas prefabricadas se amontonaban inciertas, como precipitadas. Raro contraste de un espejo doble… de un único espejo de doble realidad. Los chicos nos contaban cómo fue el proceso de reurbanización, no sin antes hacer notar lo que todavía falta. Con excelente tino, eligieron pasearnos un rato por los altos edificios, pero casi de improviso fueron torciendo el paso hacia los tristes pasillos de la villa.
Parecíame, casi recordando a Virgilio, que las casitas suburbianas también se duelen, que invariablemente lamentan sus achaques intratables; que están como agachadas por timidez o por costumbre. ¡Y qué fiel compañero el clima que lo bañaba todo con sus menudas y apresuradas gotas de lluvia! ¡Todo se lloraba! Puertas angustiadas, constreñidas por paredes imposibles que quieren aplastarlas; ventanas fellinescas que aparecen en lugares inexplicables o que a veces ni aparecen. A veces no hay ventanas y a uno como que le falta el aire.
Fiel a mi estilo de indómito caminante, me retrasé tomando algunas fotografías. Perdí a la comitiva y encontré la villa; su silencio de escombros me habló con potente elocuencia. Pasó un changuito en chancletas:
—Buenas tardes… —dije con cierta culpa de intruso.
—Hola, ¿qué tal?
Poco más tarde, un hombre en bicicleta que pasó como un silbido ronco. Hacían su vida, andaban su barrio, gente como uno. ¡Pecaminosa —por decir poco— condición burguesa la que ve en los menos agraciados alguna diferencia! Recordaba a un querido amigo: ¡Todos somos pobres hombres!
Apuré el paso porque no quería perderme el relato de la gente del IVC sobre cómo se habían involucrado en esa soñolienta vida de barro. Alcancé al grupo, se encontraba de pie en medio de una cancha de fútbol (¿cómo podría faltar tal cosa?). Pensaba entonces en el fútbol como vehículo de sueños, como eterna revancha a una realidad insultante; la posibilidad de redondear una vida llena de abolladuras a fuerza de empujar la redondez de una pelota.
A pocos metros de un altar del Gauchito Gil, los chicos nos hablaban de las diversas etapas del, como se ha dado en llamar, «proceso de reintegración socio-urbana». Haciendo notar lo trabajoso del asunto, fueron paseando nuestras miradas por «los dos barrios» para que lográsemos percibir de qué manera todo ha cambiado. Como un juego de luz y sombra, del sí y el no, los muchachos querían hacernos caer en la cuenta del alentador progreso, y de lo que se busca dejar atrás y para siempre.
A unos 500 metros, una carpa imponente se halla enclavada. Es allí donde se dan las Mesas de Gestión Participativa (MGP), donde los vecinos se reúnen para consensuar y definir la apertura de calles, el esparcimiento de los nuevos edificios. Se han construido más de 600 viviendas y más de 500 grupos familiares han sido trasladados; además, se espera la reubicación de otras tantas familias en 41 hogares por estrenar.
El contraste antes aludido es notable. Fuertes construcciones se yerguen en la espesura del frondoso ambiente; modernos pero sólidos edificios que cuentan con auspiciosas instalaciones. Se hace uso de una importante cantidad de paneles solares que reducen el consumo de energía y lo tornan más asequible, porque está dicho: se trata de una integración, los vecinos son «reincorporados» a la vida social en la que tendrán responsabilidades que antes ignoraban. Es este uno de los puntos más difíciles de esta política inclusiva, por lo que se han pensado múltiples estrategias que se cifran en un juicioso eje socioeconómico del que hablaré en mi próxima crónica.
Como bien les dijera que soy un caminante indómito como inquiridor no lo soy menos, por lo que, ni bien tuve oportunidad de conversar con algunos vecinos, hice mis personales preguntas de rigor. No había olvidado ni por un momento que a la entrada del barrio un gran cartel posaba a uno de los lados. El cartelote exigía la entrega de casas a las familias restantes, aludiendo al «favoritismo». Así fue que, de manera furtiva, abordé a una señora que casualmente había caminado unos pasos junto a nosotros (y que muy seguramente estaba al tanto de nuestra visita):
—Muy buenas tardes, ¿cómo le va? Mire, yo soy escritor y periodista… No pude dejar de notar que hay carteles exigiendo departamentos. Según dicen, «hay favoritismo» con algunos vecinos… ¿Sabe usted por qué existe tal descontento?
—Mire… Eso viene pasando desde el principio… Ocurre que primero éramos menos, pero cuando se empezaron a enterar de que iban a construir para dar las casas, otras familias llegaron al barrio. Después, cuando se hacían las reuniones, había personas que nunca habían estado, y hasta querían que les firmara que ellas habían vivido siempre en el barrio cuando no era así… Mire, yo tengo a mis sobrinos viviendo allá [en la villa], todavía no han sido ubicados, ¡¿y yo voy a firmar para que ubiquen a cualquiera que no es del barrio?! ¡No, señor! ¡Yo no voy a firmar nada!
Puede notarse qué poco hizo falta para que esa dignísima vecina lo dijera todo. Regresa a mis pensamientos eso de «¡Todos somos pobres hombres!» y recuerdo de inmediato que, así como pobres, también somos viles; que el aprovechamiento y la desmesura de los oportunistas no es cuestión de clases o castas, sino de nuestra empecinada y transida condición.
Pero lo mismo podían verse otras leyendas en las que la gente, visiblemente conforme, agradecía a la actual gestión de la ciudad, a la gestión de Larreta el imponente y novísimo asentamiento.
En verdad, el clima amistoso y benigno del barrio puede sentirse a cada paso que se da. Al punto de que meditaba casi por inspiración en una idea… En esos lodazales costeros, esas marismas portuarias, uno no solo piensa en el barro, uno casi se vuelve de barro, ¡y cuánto más en una tarde lluviosa! Todo parece confundirse en una masa descolorida…
Fue entonces que di con la noción: al barro le falta una ‘i’ para volverse digno; le falta volverse barrio para sentirse existir. Allí, a las costas de la ciudad, se la están devolviendo. En las lindes, el barro ya ha comenzado a ser barrio; se está transformando la masa acuosa y sin forma: en su lugar ha hallado sitio la esperanza, la afirmación de la vida.
Del barro se hizo barrio y es eso lo que debemos entender, ¡es eso lo que debemos celebrar!