Porque los periodistas, los amigos, los aficionados, su familia toda, sabíamos que Mario Ortiz iba a perder la pelea más dura de su vida: la lucha contra el cáncer, que había iniciado 45 días atrás. La crueldad del rival pudo más que sus 24 jóvenes años. Su fuerza, su talento, su inteligencia, su deseo tenaz de salir siempre adelante sin importar quién estaba enfrente, no le alcanzaron esta vez. La muerte anunciada le llegó a Mario Ortiz luciendo la camiseta número 10 del seleccionado nacional.
Como amaba tanto ese deporte, el goleador del Mundial Mario Kempes, de gira por Mendoza con el Valencia de España, fue con su compañero de equipo Darío Felman, un gran amigo de Mario, a regalársela al Hospital Español cuando “El Cirujano” agonizaba. Ellos mismos, delante de un grupo de amigos que permanentemente acompañábamos al “Cirujano”, le colocaron la casaca para que esos gloriosos colores celeste y blanco lo cobijaran en ese día del maestro, para dejar el mundo de lo terrenal para trascender al de los inolvidables. Hasta ese momento, toda su vida había sido una pelea. Arriba y abajo del ring. Porque emerger de la calle, acosado por la miseria, cuando el hambre muerde las entrañas, es una hazaña difícil, y él la había logrado. Boxeando. A golpes pudo ascender desde el nivel social más bajo. Desde muy niño le venía pegando a la vida y al destino.
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Recibía y daba en la calle, aunque no le gustara, como un rapaz allí abandonado. Hasta que se dio cuenta de que era mejor hacerlo arriba del ring. Mario Ortiz fue una de las tantas víctimas de la injusticia social, que a unos hace nacer en cuna de oro y a otros en una tapera. A los diez años quedó huérfano y se encontró solo ante el mundo. Tuvo que ejercer todos los oficios que la orfandad y la miseria le ofrecieron. Esos oficios que integran el currículum de casi todos los boxeadores. Con las manos ennegrecidas por la pomada de lustrar o la tinta de los diarios, fue changarín, hombreador de bolsas, panadero…
Y como tantos de sus colegas que vienen de un mundo de cartón y latas, también lo empujó la ilusión de ser alguien con los puños algún día, de ser campeón, de ganar mucha plata. Aunque sólo llegue un puñadito de los centenares que emprenden ese camino. Un cinco por ciento. Y como si el mismo destino que se lo llevó lo hubiera elegido prematuramente, Mario Ortiz estaba entre aquel cinco por ciento. Y sin ninguna duda, después del gran Nicolino Locche llegaría a ser el boxeador más talentoso que dio Mendoza. Unía fuerza y talento, guapeza con frialdad y precisión.
Por eso con un colega, Enrique Romero, lo bautizamos “El Cirujano”. Podía boxear los diez rounds o definir al minuto 59 segundos de comenzada la pelea, como contra Julio Campagna. Esa noche luego de la fulminante definición estábamos cenando en la confitería San Marcos de 25 de Mayo y Las Heras, con mis colegas Enrique Romero y Pablo Rodriguez, se nos ocurrió bautizarlo como “El Cirujano¨. Fue representante de nuestro país en las Olimpíadas de 1972 en Alemania. Tuvo un buen comienzo, y por una descompostura estomacal perdió por puntos la medalla de bronce contra el colombiano Alfonso Pérez.
Según me decía Mario, había quedado muy impresionado por la matanza de los atletas israelíes. Recordemos la denominada masacre de Munich, que tuvo lugar en esa ciudad, en el estado de Baviera, en la villa olímpica, el 5 de septiembre de ese año. Ese día un comando de terroristas palestinos denominado Septiembre Negro tomó como rehenes a once de los veinte integrantes del equipo olímpico de Israel. El ataque condujo finalmente a la muerte de los once atletas israelíes, de cinco de los ocho terroristas y de un oficial de la policía alemana. La tragedia fue vista en todo el mundo a través de la televisión.
Como profesional, enfrentó a los mejores boxeadores de su época: “Cachín” Méndez, Jorge “Polvorita” Gómez, Nicolás Arkusin, Gregorio Villavicencio. Y a todos les ganó. Su futuro era promisorio. Estaba para encarar la posibilidad de combatir por el título mundial. Llenaba estadios. Desde el gimnasio municipal de Tunuyán hasta el Pascual Pérez o el Luna Park. Había alcanzado el difícil rango de ídolo. Lo consiguió definitivamente, un año antes de morir, cuando en el Luna le ganó por nocaut en el noveno asalto al uruguayo Gualberto Valdez, con un brazo quebrado. Fue histórico, La pela que más me costó relatar en mi vida.
Porque estando al lado del rincón de Mario, en nuestro puesto de transmisión de Radio Nihuil, Héctor Mora me señaló lo que pasaba. Fue espectacular. Acompaño en estas páginas lo que escribió Robinson (Ernesto Cherquis Bialo) en El Gráfico de esa semana. Se convirtió en un héroe, un gladiador, y a eso había que sumarle que tenía carisma, “ángel”, eso que el diccionario define como poder de atracción, de simpatía. Porque además era de tener muchos amigos. Porque pese a todo lo que le tocó vivir y haber crecido a los tumbos por la calle, tenía un carácter agradable, y era fino, de muy buenos modales. Elegante para vestir, era también sagaz y con mucho sentido del humor. Como si aquella historia de vida tan común en los boxeadores no le hubiera tocado a él. Es que no tenía traumas ni resentimientos. Le decíamos “Loco”, porque era un “loco lindo”.
Disfrutaba de sus pequeños hijos como el valor más preciado. Sabía que la gloria era efímera y tenía conciencia de lo peligroso de ser boxeador. Pero otro final le deparaba el destino. Y la ilusión que todos teníamos del gran campeón se nos quedó atragantada. Un 25 de julio de 1978, de la alegría del Mundial pasamos a la tristeza de la internación de Mario Ortiz para ser operado.
Fue un día terrible, mediodía gris, frío, feriado en la provincia por Patrón Santiago. En la puerta de la clínica Mitre estábamos con el “Mono” Traeta, el Esteban Pujada, el “Pancho” Wolfard, y el encuentro con el contundente parte médico: cáncer, tumor ramificado por toda la columna vertebral. Pedimos que se hiciera todo para salvarlo, pero era tarde. Le dieron entre 35 y 45 días de vida. Comenzó así su última pelea: la lucha desigual y cruel contra esa enfermedad, que por primera vez lo sacaría del ring. Y de la vida. Una vida joven, promisoria y con todo un futuro por delante.
Para mí fue muy doloroso… Fue la primera muerte que me pegó de cerca. Éramos muy amigos, empecé a relatar en radio en su pelea con Nicolás Arkusin. Incursionaba en mi carrera periodística, a la par de la suya en boxeo. No sé cómo hice, pero a la hora del entierro en el cementerio de la Capital, me animé a hablar para despedirlo, con el corazón sobrecogido y conteniendo las lágrimas…
Fuente: Libro Crónicas de Guantes de Roberto Suárez