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La historia del boxeo: Carlos Monzón, El más exitoso

10/11/2020 08:30
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Capitulo XVIII. Exclusivo Jornada

Monzón, esa exótica palabra cargada de imágenes de vientos huracanados y violentas tormentas, quién sabe cómo llegaría, desde uno de los más remotos mares del Oriente, a designar a uno de los mayores ríos de la Argentina. Para ahondar el enigma, entre sus islotes húmedos y neblinosos perdidos en la correntada turbia, jugaría y se crió, pescando y cazando a lanzazos –como sus antepasados, los indios mocovíes– el octavo hijo de los quince que, engendrado por Roque Monzón, nacería en marzo de 1939.

De padre borracho y changarín del único tren que llegaba por día al pueblo, Carlos Monzón acompañará a su padre, desde los 8 o 9 años apenas, cuando de madrugada ate el caballo en el carro y se vaya a trabajar al pueblo. De pasada se tomará en ayunas un buen “potrillo” de ginebra, en el boliche. A veces, cuando el tren llegue atrasado, serán tres o cuatro los vasos que don Roque se empinará ante los ojos asombrados del muchachito, que pronto se acostumbrará a esa demostración de fuerza viril, celebrada con exclamaciones por los pocos parroquianos madrugadores que lo observan. Un “¡Ah, macho!”, con que también lo aplaudirán y apodarán a él, cuando sea grande.

Pero por ahora, cuando llegue el tren atrasado y don Roque, borracho ya, de bruces sobre el mostrador no pueda moverse, será su hijo Carlos, medio descalzo y sin ropa casi en la fría mañana, el que descargará penosamente la mercancía de los vagones. Y para colmo tendrá que hacerlo entre las risotadas hirientes de otros muchachos de su edad, que pasan rumbo a la escuela que él tuvo que abandonar en su tercer grado. Ya mortificado por aquellas burlas, herido en su amor propio –una de las dos herencias que tendrá con la bebida–, Carlos defenderá a trompadas el honor de su padre, que aunque vencido por el alcohol, todavía tendrá ánimos para levantar la cabeza y señalárselo con orgullo al bolichero que contemplan como una riña de gallos aquella desigual contienda. Y cuando su hijo, el más flaco y desgarbado, haya dado cuenta de la mayoría de los burlones, él aplaudirá con torpeza su bravura entre exclamaciones tartajeantes: “¡Ah, macho!… ¡Ese sí que es Monzón!”.

Esa misma expresión de “El Macho de las Pampas” será el apelativo con que lo distinguirán los periódicos más importantes de toda Europa, veinte años después, cuando Carlos Monzón le arrebate la corona de campeón del mundo al invicto italiano Nino Benvenuti. Desde entonces, y por diez largos años, Monzón disfrutará de todos los honores, placeres y halagos que le granjearía su fama de macho sudamericano. Tan invencible e intocable en el ring como admirado y apetecido hasta por los hombres y las mujeres del “jet set” de la cultísima Europa.

¿Que terminaría denostado, despreciado y condenado por sus otrora fanáticos partidarios y en su propia patria? Sí, pero esos mismos hombres y mujeres, profesionales, cultos e instruidos que utilizó la sociedad argentina para castigarlo por haber usado las manos en su casa como le pagaban y aplaudían para que las esgrimiera en el ring, todos ellos habrían hecho y harían aún hoy –en este país de corruptos como lo tildaría Brusa después de su caída– cualquier cosa, sin ningún prejuicio ni cargo de conciencia, por acceder al dinero, los halagos y los placeres más vehementes con que la gloría gratificaría a Monzón. Todos, todos ellos (y ellas), por distinguidos y distintos que se considerases de aquel santafesino ignorante y de rostro aindiado, pero esbelto y tan feroz con sus rivales como con sus amantes, que sólo tendrá por armas la plebeya y viril brutalidad de sus puños y su envidiada lascivia.

Porque Monzón resultaría ser el caso más paradigmático o ejemplar que haya ofrecido la vida de los mayores campeones del mundo. Pero no va como el hombre que zafó del hambre y la miseria con que lo marcó la infancia, común a tantos de los grandes boxeadores, sino por los gozos y los goces con que lo rodeó la fama, y por el final desdichado y trágico que años antes le vaticinara un científico y no una bruja o astróloga. Ya que fue su propio médico, el doctor Roberto Paladino, que lo acompañó a lo largo de toda su carrera –administrándole suplementos vitamínicos para reforzar su organismo mal alimentado desde su niñez– el que luego de una de las tantas borracheras terminadas en trifulcas y aceleradas enloquecidas le advirtió: “¡Cambiá, Carlos, cambiá!… Si no vas a terminar en la cárcel o en el cementerio!”. Fue una noche en Dinamarca.

¿Por qué y cuándo había subido al ring? A los 16 años, aconsejado por los amigos de la calle de Barranquilla, ese barrio marginal de Santa Fe, metrópoli y meca de todos los desheredados de la provincia, adonde ellos también se mudaron corridos por la miseria crónica de su pueblito. Sí, fueron sus amigos-enemigos de la calle, invariablemente vapuleados por Carlos, cuando les disputaba a puñetazo limpio, desde los mejores puestos de vendedor de periódicos, hasta los regalos que cada año mandaban Perón y Evita para las Fiestas. Todos ellos lo reconocían rápido y violento para las peleas, y un pegador de raza que resolvía todos los conflictos peleando.

“Che, flaco. Vos que sos bueno para las peleas, ¿por qué no vas al gimnasio del barrio?”. “Hacen un concurso de boxeadores. Y te van a pagar por pegar”. “Vos sabés. Podés llegar a ser campeón. Y los campeones ganan la guita loca”. “Dale, flaco, andá”. Y el flaco y desgarbado Monzón fue al gimnasio del barrio. Y allí se encontraría nada menos que con don Amílcar Brusa. Ese aún hoy vigente maestro del arte de los puños, que descubrirá las condiciones notables del muchacho pese a su aspecto enteco, pero de músculos elásticos como de felino. Y él le enseñará que eso no importaba, que en el ring no bastan la fuerza ni la bronca, y que el boxeo es un arte y una ciencia que hay que aprender para saber. Eso se llama “técnica”, técnica de los puños, sin empujones ni patadas, le dice. “¡Pugilismo, Carlos, pugilismo!”.

Por extraña coincidencia, es por esos mismos días que conocerá en un baile del club a la que será la segunda mujer de su vida. Una muchacha –como la primera con que se juntó a los 16 años–, de nombre Mercedes Beatriz, que resultará voluntariosa y fuerte, no le durará sólo los meses del embarazo y será su apoyo moral y la madre de cuatro hijos. Con ella se casará, y entre los dos, a cuatro manos levantarán la primera vivienda con los pesitos que ganará en una pelea. Pero entretanto se le sumarán las injusticias sociales que persiguen a los pobres y desheredados, para ahondar sus resentimientos y las marcas que le habían dejado su trabajo precoz de canillita y todos los oficios de la miseria, como el de lustrabotas y acarreador de ladrillos: un comisario de policía le meterá las manos en una olla de agua hirviendo porque lo han acusado de robar una gallina.

Un día Brusa, que lo ha probado y aleccionado después de muchas peleas, armándole un esquema técnico impecable para la categoría de los medianos en que logra meterlo (porque el muchacho, que medía 1,71 para sus 72 kilos y medio, estaba 8 kilos por debajo y 8 centímetros por encima para pelear con los púgiles de esa categoría), un día inesperado que será inolvidable para la familia, don Amílcar lo llama por teléfono desde Buenos Aires a la parada de los colectivos del barrio, para anunciarle que ha arreglado, por fin, con Lectoure, después de muchas discusiones, una pelea por el título mundial, nada menos que con el campeón italiano Nino Benvenuti. Y el encuentro sería en la capital de Italia.

Después de la conmoción y el estallido de alegría, que comparten la mujer y los críos, Carlos tendrá que preguntar, ante una reflexión de “Pelusa”: “¿Y cómo voy a mantener a mi familia, don Amílcar?. Y Brusa, que no sólo será su maestro y su entrenador sino su padre postizo, que ya le ordenaba y dirigía la vida –como lo haría a lo largo de toda su carrera– también había arreglado ese asunto. Y desde ese momento, Lectoure, el dueño del Luna Park, le pasará 800 pesos mensuales a la familia, que Monzón deberá devolver con su primera bolsa de campeón, y él mismo le hará, además de utilero, masajista y acompañante en los footings, de consejero, administrador y cobrador.

Según contaría después José Menno, un corpulento y bonachón ex boxeador, que integrará su equipo y con el que estará 30 días concentrado en el Luna Park y otros quince en Roma, Carlos será un disciplinado pupilo, siempre atento a los consejos de Brusa y del mismo Menno, que le enseñarán los flancos débiles del italiano, con el que había peleado en su lejana juventud.

Así transcurrieron día tras día, mirando el almanaque, hasta aquel 7 de noviembre de 1970, en que trotando de mañanita por la Via Veneto se les sumó un Ringo Bonavena que venía de firmar un contrato en los Estados Unidos, para pelear con Cassius Clay por el título mundial de los pesados. “Cuando salimos de Ezeiza, muy poca gente creía en él”, recordaría con los años Brusa, que la tarde de la pelea se reunió con Menno para planificarla. Y al terminar, en una actitud paterna le dirá: “Si algo anda mal, vos tirá la toalla, Carlos!”. Y Monzón, sin vacilar, contestará: “¡No! Esta noche soy campeón, don Amílcar…!”.

Y lo fue. En el Palazzo dello Sport, una noche lluviosa y nostálgica. Lo fue en el duodécimo round, cuando después de una pelea más o menos pareja, Monzón miró fijamente a Benvenuti, que mantenía a distancia con la izquierda y de una demoledora derecha lo dejó nocaut, en un final fulminante. Llegó la gloria y alegría. Era el cuarto campeón mundial de Argentina.

Ya como campeón mundial se ganó el respeto de propios y extraños enfrentando a los mejores de su época; le dio a revancha a Benvenuti, a quien volvió a aplastar, ganándole luego a Emile Griffin, Fraser Scott, José Ángel “Mantequilla” Nápoles, Benny Briscoe, Tony Licata, Bouttier y Rodrigo Valdez, entre otros. Valdez fue el último rival de Monzón. Ambos sostuvieron dos combates terribles. De hecho, Monzón dijo que lo más cerca que estuvo de perder un pleito titular fue en su última pelea como boxeador activo ante el colombiano. Esa pelea con Rodrigo Valdez, con la que dijo le adiós al boxeo activo, fue el 30 de junio de 1977, en Mónaco.

Los únicos púgiles que se dieron el lujo de vencer a Monzón fueron: Antonio Aguilar, que fue el primero en hacerlo el 28 de agosto de 1963; Felipe Cambeiro, el 28 de junio del 64, y Alberto Massi, el 9 de octubre del 64. A partir de ahí, inició una de las carreras deportivas más exitosas de todas las épocas.

Los presentimientos de su mujer “Pelusa” (de que la fama lo llevaría a una vida placentera y alocada) también se cumplirían, como los del doctor Paladino. Y tan rápido como en un sueño o el epílogo del sueño. Porque desde ese momento, la sucesión de experiencias inéditas e insospechadas que acosarán a aquel humilde muchacho de los suburbios de Santa Fe, serán tantas y tan increíblemente vertiginosas como la película “La Mary” (que le harán filmar en Buenos Aires con una deslumbrante Susana Giménez, que terminará sustituyendo a su “Pelusa” hasta el final de su meteórica trayectoria boxística); como sus locas carreras en automóvil, cuando manejaba embriagado a 120 o 140 kilómetros por hora (lo que le valió cinco choques de los que saldría siempre indemne, hasta que el último, cuando salió con permiso de la cárcel, lo mató); tan vertiginosas como sus amoríos con cuanta mujer iba a golpearle las puertas del hotel, atraídas por su fama de “macho sudamericano”, desde las vedettes del Lido de París y la anónima aristócrata argentina que “se moría de ganas de acostarse con un macho de veras”, hasta la inalcanzable Ursula Andrews, que una y otra vez vendría a buscarlo a Buenos Aires, después del resonante affaire que tendría con uno de los más distinguidos personajes del “jet set” de París, como la seductora Nathalie Delon.

El 14 de febrero de 1988 en Mar del Plata, su vida fue atacada por el destino. Esa noche trágica, depararía un futuro negro para el ex campeón. En un hecho confuso, la actriz uruguaya Alicia Muñiz, su última pareja desde hacia un largo período, pero con la cual se llevaba muy mal en esos días, y madre de su último hijo, cayó desde el balcón del chalet donde veraneaba la pareja. Luego de una fuerte discusión, ella le arrojó un atado de cigarrillos y Monzón le descargó su temible derecha que provocó la caída y el fallecimiento de la mujer.

El juicio detuvo al país. El fallo determinó que Carlos Monzón era responsable de homicidio y debía cumplir una condena de 11 años.

Tras tener un excelente comportamiento, primero en la cárcel de Batan y luego en su Santa Fe, Carlos gozaba de la libertad condicional. Trabajaba en UPCN, entrenando boxeadores. Y regresaba, entrando la noche, a su celda del penal de Las Flores.

La tarde del 8 de enero de 1995, cuando regresaba a prisión, perdió el control del auto que él mismo conducía. Mordió la banquina y tras siete vuelcos, se cerró el último capítulo de su trágica vida. Como el “Mono”, como Bonavena, como Galíndez y como tantos boxeadores en el mundo… La gloria y la tragedia.

El impresionante récord mundialista de Carlos Monzón.

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