Se acercan las elecciones y una vez más estamos frente a esa repetida dinámica política mediante la cual la opinión pública ha sido reducida a los sondeos de opinión
Editorial
A partir de la segunda mitad del siglo pasado, la incursión de los sondeos de opinión en el campo de la política ha transformado las relaciones de fuerza en los regímenes democráticos. No deja de sorprender la forma en que la noción de público se ha modificado y la manera también en que esta reorganización de fuerzas en el ámbito político ha venido a reconfigurar el concepto mismo de la democracia.
Por otro lado, la publicación de los resultados de las encuestas frecuentemente sustituyen el debate público de los mismos asuntos consultados en este tipo de estudios. En este sentido, la sondeocracia puede ser caracterizada como un mecanismo de sintetización de las valoraciones que sobre un tema podrían debatirse ampliamente a través del diálogo.
La sondeocracia nos lleva a estar inmersos ya en la campaña proselitista y donde comienza a pesar la opinión pública. Todos sabemos que el poder coercitivo de la opinión pública es muy grande por sus implicancias y por el anonimato de su influencia.
Suele vinculársela de manera casi exclusiva a determinadas modas que influyen decididamente en la marcha de la sociedad.
Es importante comprender que la opinión pública no se forma por la suma de las opiniones individuales. Es amorfa. No se concreta. A veces genera participación, pero no tiene por sí misma las calidades de consenso.
El Estado y la política se someten periódicamente a la prueba de su convalidación a través del pronunciamiento popular, que se expresará influido en parte por la opinión pública prevaleciente en el preciso momento de la consulta.
Así queda planteado el problema de la democracia de hoy en la sociedad mediática y de las grandes concentraciones económicas.
De ahí que la tarea más importante del político sea decir su verdad y difundirla, superando ese conocido miedo a ser sometido al esmeril por expresarse diferente a la opinión pública.
El Estado legítimo reclama a políticos, politólogos, filósofos y sociólogos el análisis de fórmulas que permitan compatibilizar la democracia, que requiere de la participación racional que origina el consenso, con los multimedios, de modo de preservar la insustituible libertad de prensa y el igualmente imprescindible derecho a la correcta información.
La opinión pública libre requiere la competencia de los medios de comunicación y diversas garantías a los partidos políticos para el ejercicio de su derecho de difundir sus opiniones, críticas y propuestas.
Uno de los grandes logros de la democracia es facilitar a la sociedad un accionar más o menos organizado de sus integrantes a través del consenso.
Y si bien no se puede suponer que ese consenso sea inmutable, hay que evitar que un impulso desenfrenado de la opinión pública acelere su ritmo de cambio más allá de las reglas básicas que enmarcan el comportamiento social, y lo oriente negativamente.