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¿Las Malvinas son argentinas?

El peligro de la mentira a voces

05/04/2022 15:16
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Recuerdo muy bien a mi padre contándome acerca de cuando tuvo que usar el luto por la muerte de Eva Duarte de Perón. Sin embargo, mi abuelo Simón se oponía —cosa por la cual mi padre tuvo no pocos problemas en el colegio—. Si hiciéramos ahora un paralelismo, no serían adventicios algunos ejemplos probables. Esto, que muy bien podríamos dar en llamar ‘marcación’, fue un recurso utilizado primero por el régimen soviético posterior a 1921, bajo el nombre de propiska, conocido en su tiempo como ‘registro’; pero también no fue ajeno a la cabalística nazi, tanto por el uso de la esvástica como por los conocidísimos números de los campos de concentración.

Yo pido que por favor nadie se escandalice, tan solo utilizo estos ejemplos para aclarar un punto. Sabido es, por ejemplo, que Juan Domingo Perón fue un orgulloso militar y presumiblemente golpista (por su estrechísima relación con el GOU), e incluso uno que coqueteó vivamente con Mussolini y no poco con el nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Esto es muy importante. Para despejar cualquier duda, no quiero decir aquí que Perón haya sido algo equivalente a lo que fueron los mentados y horrorosos dictadores, pero sí estoy diciendo que los partidos políticos con aspiraciones absolutistas, que los movimientos que pretenden la homogeneidad radical —partidos como el que él mismo urdió en su momento— caen siempre en el constreñimiento de la libertad.

 


Me refiero, en este caso, al escrupuloso rigor con que se observa la simbología. Para un movimiento que se considera a sí mismo como encarnación de la Verdad, no es raro ni indebido que se ejerza influencia en las más variadas direcciones para mantenerlo todo dentro de los márgenes previstos. Nada es un obstáculo lo suficientemente robusto como para impedir la violencia contra la identidad particular o, como es el caso que nos ocupa, la historia. Ahora que, según parece, nuestro gobierno nacional intenta cohesionar los múltiples y deteriorados fragmentos de nuestro cuerpo social, no tiene mejor idea que hacerlo bajo una bandera proselitista.

Se ha puesto en marcha el proyecto —decretado a principios de año por el presidente— que establece que todo vehículo del transporte público debe llevar «en lugar visible y destacado» la leyenda «Las Islas Malvinas son argentinas». Pero el problema de esto tiene más de una arista. Primeramente, es muy reprochable instalar un hecho falso —y no tiene lugar aquí que se pretenda lo contrario—; en segundo lugar, es condenable utilizar la todavía supurante llaga que ha dejado la guerra en nuestro país para inflamar el siempre bajo instinto patriótico. Digámoslo de otra manera: lo primero es malo porque alimenta una mentira; lo segundo, porque es demagógico (y lo uno no existe sin lo otro).

 


No es raro que los movimientos signados con el apelativo de populistas pretendan verter sus ideas en el torrente sanguíneo de los países que gobiernan, y es todavía menos raro que, en caso de no conseguir con soltura lo que se proponen, lo inoculen con violencia. Pero hoy me he sentado a escribir estas palabras porque no deberíamos tolerar pasivamente una nueva marcación, y porque no debemos permanecer insensibles a la manipulación histórica. La Guerra de las Malvinas fue un hecho lamentable que todavía hoy inspira el lloro de los nobles. Debemos recordar que todavía nos sobreviven muchos de los que allí combatieron; todavía se encuentran a merced de nuestras palabras. Relegados a un confín incierto, mancillados por una memoria colectiva difusa, todavía se agitan entre nosotros. ¡Viven todavía!

Las Malvinas, mal que nos pese, no son nuestras; todavía no lo son —y perdimos, por simple incompetencia, la posibilidad de entablar un diálogo al respecto cuando fue oportuno—. ¡Desde tiempos remotos, las islas no son más que un olvido recurrente! Y hoy, según nos es dado ver, no son otra cosa que —y casi como lo fueron en su momento— una estrategia política. Siguen siendo los mismos quienes se atestan la voz hablando de soberanía y dignidad; digo: siguen siendo los mismos quienes lanzan pullas desde un fuerte impenetrable. Sigue, como siempre, siendo el establishment el vocero del pueblo (y el pueblo, un juguete incansable).

Por la dignidad de nuestra historia, por el debido reconocimiento a las graves víctimas de la decisión de Galtieri y compañía, hemos de reconocer que perdimos las islas en una injustificada guerra —como toda guerra— y que, en todo caso, el camino a la recuperación debe ir siempre acompañado de la conversación sin doblez, de la conversación franca y valerosa. Hemos de reconocer también nuestro grado importantísimo de responsabilidad y, por simple largueza, ser íntegros y reconocer de una vez por todas en dónde nos encontramos parados. Hoy, que todavía lo estamos.

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