Acabo de dejar el estudio en el que trabajo. Ni bien salí del edificio, crucé Avenida Colón que, sorprendentemente, se encontraba como desierta; hacia el este podían verse elevadas y espesas nubes aloque, bañadas por el sol de la última hora. Casi de súbito, me sobrevino un escozor, un feo escalofrío… Imaginé que el fogoso brillo de las nubes era producto de las explosiones; yo miraba al cielo para asegurarme de que nada ocurría, aunque una poderosa inquietud se cernía sobre mí. Las pocas calles que caminé hasta mi casa me hicieron ganar un temor creciente.
Del lado opuesto al sol un árbol se encontraba bañado en luz: una gran ventana reflejaba en él los arreboles del atardecer, pero yo, espontáneamente, creí ver que ardía en llamas, y nuevamente volví a mirar el desvaído cielo del crepúsculo. Con un temblor imperceptible pero desagradable llegué a casa. Llegué y me senté a escribir estas palabras que, aunque no pueda notarse, trastabillan de continuo; cada pocos segundos me detengo como quien ha perdido el sendero en medio de un cenagoso bosque anochecido.
¿Cómo buscar los tintes de la estética en un contexto semejante? Digo: ¿Cómo puedo yo intentar ser ameno, ornamental con mis palabras para ofrecerles una bella lectura, si en este preciso momento —ahora que yo escribo y ahora que ustedes leen— en el este de Europa se desenvuelve una nueva guerra? ¡Perdonen! Ocurre que no puede uno evadirse de aquella realidad porque acontece en un mismo suelo (¡¿o acaso hará falta establecer que los límites son tan solo políticos, y que en el mejor de los casos no nos separan más que accidentes en el terreno?!). Deberíamos intentar recrear en nuestra imaginación el calvario de nuestros vecinos (poco importa si lejanos), ya que tan solo —¡y aunque no sea más que figurándolo!— presentando a nuestro pensamiento el suplicio como real es que podremos acercarnos a la verdad de su magnitud.
El sinceramiento del que ha visto
Hace poquísimos minutos hojeaba a Amiel, hojeaba el hermoso diario de aquel ginebrino, deteniéndome en el año 1856, y descubría sus palabras acerca de Rusia. A propósito del semblante moscovita, el filósofo se decía que tenían:
Una cierta tenacidad sombría, una especie de ferocidad primitiva. Un segundo fondo de salvaje aspereza que bajo el imperio de ciertas circunstancias podría llegar a ser implacable y hasta despiadada; una fuerza, una voluntad y una resolución fríamente indomables que harían estallar al mundo antes que ceder.
¡En aquellos años, Rusia todavía era eminentemente zarista! Pero no quiero detenerme en esto. Cito sus palabras debido a que, si bien escribía en su diario, por aquellos años no estaba tan sometido a escrúpulos el juicio individual; digo, uno podía permitirse expresar sus pareceres sin temor a ser censurado, ¡vaya cosa! Hablamos incluso de un diario célebre que se siguió estudiando minuciosamente hasta la segunda mitad del siglo XX, lo que da cuenta de su innegable influencia y lo que nos permite hablar de Amiel como hablaríamos de cualquier encumbrado del pensamiento. Por lo tanto, no es aventurado decir que lleva razón, y —pese a no ser yo alguien que aliente el prejuicio, y siendo, además, alguien que aun pretende erradicar los propios— que cada país posee en efecto una idiosincrasia (o cada idiosincrasia un país). Así, hacia el final de su reflexión, declaraba el ginebrino:
¡Qué amos temibles serían los rusos, si algún día llegaran a concentrar la noche de su dominación en los países meridionales! El despotismo polar, una tiranía tal como no la ha visto el mundo; muda como las tinieblas, cortante como hielo, insensible como el bronce, con el exterior amable y el brillo frío de la nieve; la esclavitud sin compensación ni atenuación: eso es lo que nos traerían.
El hecho es claro, es tan solo la expresión de lo que representa el pueblo ruso como generalidad y no una descripción minuciosa de cada ruso. Aquí entramos directamente en el meollo de una de mis columnas anteriores, cuando les hablara de las abstracciones. Pensar en el pueblo ruso en general nos hace ignorar forzosamente al ruso particular, individual, que en nada puede tener que ver con el conjunto, y que de hecho así resulta para cualquiera luego de ver las diversas manifestaciones que se han sucedido en el propio seno de Rusia; no obstante, sigue siendo atendible lo que dijimos más arriba: cada pueblo tiene una idiosincrasia, que lo mismo es decir «una tendencia», «una inclinación». Rusia, pueblo tiranizado por el recio y gélido embiste de su entorno, y tiranizado incluso por sus propios jefes históricos; pueblo de voluntad inflexible, de dirección irrefragable, buscando siempre la estrella de su suerte tanto en la religión como en lo antirreligioso, en la guerra y en la paz… Rusia, pueblo de raza fuerte. Y lo digo así, lo llamo ‘fuerte’ gracias a su indudable robustecimiento; porque no podemos evadirnos de las condiciones que modulan nuestro carácter como el eterno y duro viento de lo alto que despunta las montañas. La humanidad es siempre cincelada de forma ineluctable por los múltiples avatares del destino. Somos, poco más o menos, la consecuencia, el reflejo de nuestro ambiente.
Un ejercicio de conciencia
«El hombre del martillo». Ni bien comenzaba yo estas palabras y, traído por un buen designio, se acercaba a mis pensamientos el inmarcesible Chéjov. En aquel cuento suyo Las grosellas dice, por boca de su personaje Iván Ivánich, que:
Solo protesta la muda estadística: Sería preciso que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho hubiera alguien con un martillo, y continuamente le recordara con sus golpes que existe gente desgraciada, que por muy feliz que sea, tarde o temprano la vida le enseñará sus garras, le ocurrirá una desgracia —enfermedad, pobreza, muerte—, y nadie le verá ni le oirá, igual que él no ve ni oye ahora a los demás.
Sin dudas, nuestra reposada y confortable vida es una vara defectuosa para medir los acontecimientos. Hay demasiada gente que se muestra tan resuelta y liviana cuando se trata de considerar cada aspecto de esta nueva guerra, que a uno le entran ganas de llorar. Yo pienso: tan solo alguien privilegiado —y claro que sin consciencia alguna de tal privilegio— es capaz de detenerse en disquisiciones superficiales, como hace poco llegué a notar gracias a un video que un amigo me acercó en el que un muchacho asegura que Ucrania no votó a favor de la soberanía Argentina por Malvinas (cosa, por otra parte, que tiene mucha tela y que muy seguramente llegaré a tratar alguna vez), deslizando que quizá corresponda ahora librarlos a su suerte.
Recaigo —y así lo haré cada vez que resulte propicio— en «la abstracción», en esta tendencia a abstraerlo todo. ¡Antes harían mejor, todos aquellos que se atestan la boca hablando de la guerra, procurando concienciarse! ¡Que cada uno tome su cuota de responsabilidad en el asunto por el solo hecho de saberse parte de la especie! ¡Que despertemos; que nos despierten! Entonces es que regresa Chéjov:
Pero el hombre del martillo no existe, y el hombre feliz vive su vida tranquilamente, las pequeñas preocupaciones cotidianas apenas le afectan, como el viento a los álamos, y todo va bien.
¡Así es, todo va bien! Como él mismo dijo: solo protesta la muda estadística. O como prefiriera su breve contemporáneo, Dostoyevski: «Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dónde…, en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás...». Entonces, podemos inquirir: ¡¿Qué suelo nos encontramos pisando?! Mejor: Nuestra tranquilidad, ¿sobre qué clase de oprobio se asienta? El abono de nuestras eras no es más que la indiferencia; nuestros frutos, la altanería. Y así, como una ristra de sabidurías, se llega hasta mí un griego diciendo: «La audacia que nace de la ignorancia», que por ‘audacia’ significa ‘descaro’. Y yo les pregunto: ¿Qué es un altanero, un resabido sino un atrevido advenedizo que vive suelto a costa de un sufrimiento que no conoce? Así los más, los opinantes: grabando videos en las redes para adobar su insultante vanidad. ¡¿Qué suelo es el que pisan, Dios mío?!
El cinismo solapado
Por suerte he seguido abrevado yo de algún que otro nefasto perfil de Facebook para tener la fuerza necesaria de continuar con mis palabras. Es verdaderamente excepcional que haya tanta gentuza procurando justificar la guerra o indagando con quirúrgico celo sobre los acontecimientos, ¡y tantos defendiendo las intenciones de Rusia arguyendo trasnochadísimas razones que son demodé incluso hasta para la Guerra Fría! ¡¿De qué armario han sacado a esas pieles con voz?! ¡Qué insoportable tufillo a naftalina! (Haría falta a más de uno que se le explique que ya no existe la Unión Soviética y que el comunismo fue dulce tan solo para los vagos sueños de los burgueses occidentales, ya que para los orientales fue en efecto una verdadera pesadilla de la que huelga dar cuentas). Se sigue todavía con el insoportable y maniqueo análisis del imperialismo, el colonialismo y demás supercherías, casi para evitar elaborar un sesudo y comprometido análisis tendiente a la salvaguarda de la vida humana. Es claro, ¿cómo importarle la vida a quien solo le importan las ideas?
Así es, volvemos a caer en eso que todo lo abarca y no dejo de mencionar: la abstracción. No solo se trata de que vivimos una actualidad enfermiza e irremediablemente ideologizada, sino que a ello aportan increíblemente los artilugios tecnológicos. Hemos cifrado el mundo en las ventanillas de nuestros aparatos; hemos virtualizado la realidad, por eso no nos implica en lo más mínimo observar explosiones, muertos o lo que fuere. Como maestros del consumo que somos, no hemos hecho más que integrar el escenario de la guerra a nuestra vida cotidiana como integramos los más inanes videos de Internet. Todo adquiere una uniformidad pasmosa; todo da lo mismo.
Pero no se escapa de mi vista el hecho de que, y no tan en el fondo, somos una sociedad de cínicos. Es tal la subestimación y el abajamiento de la vida, tales nuestras frustraciones, que da la franca impresión de que quisiéramos que el barco se hunda. Justificar la guerra tanto como ignorarla son expresiones con un mismo sentido de fondo; tolerar el aniquilamiento de nuestros semejantes es tolerar el propio, pues, ¿si no nos reflejan nuestros pares, entonces quiénes? No podemos soltarnos de la mano del destino como bovinos que viajan al matadero; valemos más incluso que un impulso de rebeldía, valemos la vida que se pierde por intentarlo. Erigirnos sobre nosotros mismos debe siempre ser la tarea fundamental; uno solo que alcance la altura prometida a todos justificará con su hazaña, pero hemos de anhelar otros aires y no conformarnos con nuestra amesetada condición.
Hemos de dejar de ver la guerra tan solo como un acontecimiento histórico; menos todavía como uno político. La guerra es un acontecimiento que debe hacer sonar todas las alarmas y debe ubicarnos a nosotros, a cada uno en el frente de batalla, sintiendo lo que nuestros semejantes; queriendo que termine, ¡es más!, deseando que nunca hubiera empezado.
Hasta que nuestras miras no dejen de ser sesgadas; hasta que no logremos desembarazarnos del onanismo ideológico; hasta que no reconozcamos que los hombres nos pertenecemos; hasta que no despertemos de este ominoso sueño ya vetusto de las parcialidades políticas, seguirán rodando por el despeñadero almas inocentes. Mientras no abramos los ojos, seguiremos desplazados por esta nave de Caronte.
¡Nos perdone Dios por todas las muertes que nos permitimos pasivamente!
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