La expedición fue programada para fines del invierno de 1953, tenía como objetivo la verificación del paso Alvarado, que une Argentina con Chile, en la margen derecha del volcán Maipo. Se buscaba el reconocimiento del paso y su posible utilización por tropas militares en un período no esperado (invierno).
Participaron infantes, artilleros, ingenieros, esquiadores y baqueanos. El oficial a cargo era un novato de la montaña, el teniente Aldo Borzaga. Partieron de Campo Los Andes, eran 52 hombres los involucrados en la memoria.
Desde el inicio de la ascensión el clima se manifestó hostil. La marcha se inició el 13 de agosto y alcanzaron el refugio de la laguna el 14. Ya entonces había algunos afectados por congelamiento. El 15 llegan al objetivo, el Paso Alvarado y luego del conocimiento emprenden el regreso. La noche les impide alcanzar el refugio de base y acampan como pueden, al decir de uno de los sobrevivientes. No pueden armar carpas porque todo estaba congelado. Ya en el refugio de la Laguna los baqueanos aconsejan un descenso urgente, pero no fueron escuchados por los oficiales al mando. El 18 la sugerencia de los baqueanos se hace ruego, ellos saben lo que se avecina. El suboficial Juan Lucero, uno de los sobrevivientes narra así el momento: “Tipo 4 de la mañana me levanté porque quería orinar, así que salí del refugio y sentí que el Maipo bramaba. En ese momento me acordé lo que un amigo baqueano me había dicho: ‘Cuando esté por aquí y sienta bramar el Maipo, dispare compadre, porque se viene el temporal’. Así que entré y le dije a los superiores que teníamos un temporal encima. Fue como hablarle a la pared”.
Finalmente salen del refugio a las 5 de la mañana del 18 en tres grupos, uno de ellos de 5 hombres transportando a un herido por congelamiento. La tormenta se desata a las 10 de la mañana y los toma lejos del objetivo, de abajo, el salvador, el refugio de Cruz de Piedra. Las inclemencias los obligan a regresar al refugio Yaucha. Estuvieron allí hasta el viernes 21. Un grupo de 4 hombres queda apostado a mitad de camino para esperar y prestar apoyo a la patrulla que llevaba al afectado por el frío. El 18 arribaron a la Pampa de los Avestruces pero la tormenta los aniquila, también lo hace con los integrantes del último grupo.
Recuerda Lucero con dolor: “Cuando llegamos al refugio de la Universidad en las Vegas del Yaucha, varios compañeros lloraron a la vez que decían: No me quiero morir. Ahí tomamos la decisión de seguir, a pesar de que el viento era tan fuerte que me golpeó y me volteó”,
Estuvieron allí, guarecidos, hasta el viernes 21. Todo el sitio había sido tapado por la nieve. Con mucho esfuerzo, pero sabiendo que sólo podían hacer eso, consiguieron salir por la claraboya. Justo a tiempo: cuando todos estaban afuera, una avalancha terminó por sepultar de manera total el refugio. Ninguno de ellos lo sabía, pero acababan de salvarse por primera vez de una muerte segura.
Cruzan las vegas del Yaucha en dirección sur pero en una elevación amesetada conocida como Portezuelo Ancho se pierden por la intensidad del viento la nieve, se alejan del camino y caen por una quebrada. Borzaga menciona el momento: “nos caímos, nos deslizamos sin parar en una quebrada profunda, en medio de la oscuridad. La caída nos había sacado de la senda que nos regresaría a la base de la montaña 1”. A partir de allí caminan sin rumbo hasta llegar a las confluencias de los arroyos Los Gauchos y Potreros del Zorro, afluentes del Yaucha, el grupo de 21 hombres queda atascado en la intersección de estos tres arroyos. En este punto, perdidos, decidieron quedarse, el relato de Borzaga en este lugar es elocuente: “En dos días, 21 y 22 de agosto, murieron doce integrantes de la expedición. Los sobrevivientes amontonaban los cadáveres de los compañeros contra el viento para usarlos como trincheras. El espectáculo, de tan real, era espantoso. Algunos se acostaban sobre los muertos para evitar quedar pegados al piso por el hielo y la nieve. Sólo se podía esperar a la muerte en ese cementerio de nieve”.
Así permanecieron horas de angustia extrema, callados, esperando lo peor. El número de sobrevivientes se reducía a siete hombres, entre ellos Borzaga. El teniente manda al cabo primero Silva, enfermero, a buscar ayuda, era el que estaba en mejores condiciones físicas. Siguiendo el arroyo Potrero del Zorro, Silva caminó 20 horas hasta llegar al refugio Cruz de Piedra. Exhausto cae antes de que lo vieran. Por medio de un silbato logra ser escuchado por los grupos de rescate. Es el quien da la ubicación de los sobrevivientes.
Entonces parten las patrullas de rescate. Atravesando el Portezuelo Ancho encuentran a los pocos que se habían salvado. Según Miguel Ramón Anfuso, integrante de la patrulla, pudieron ver semicubiertos por la nieve cuerpos humanos y encontraron sobrevivientes que se habían refugiado debajo de sus compañeros fallecidos. Entre los muertos uno daba un cuadro espantoso. Estaba sentado, sus manos sostenían una media, se había congelado intentando cubrir sus pies. Otros cadáveres, según la versión de Anfuso, estaban semidesnudos, como si en un arranque de desesperación se hubiesen quitado las ropas. Los pocos que resistieron estaban hambrientos y deshidratados.
El regreso fue particularmente azaroso, era un gran esfuerzo para rescatados y rescatistas. Anfuso recuerda que a poco de andar algunos de ellos se tiraban sobre el manto de nieve y rogaban que los dejaran morir, otros pedían que los mataran. Tuvieron, los más enteros, que impulsarlos con autoridad, hasta con violencia, en algunos casos tuvieron que golpearlos e insultarlos para que reaccionaran. El temporal de viento blanco arreció durante todo el trayecto de regreso. Fueron tantas las penurias, se demoraron tanto en soportar el castigo del clima que abajo, en el refugio Alvarado se presumía que todos estaban muertos.
Sin embargo lograron alcanzar el refugio, nadie había quedado atrás, los que podrían ser salvados fueron salvados. La tragedia se había cobrado sus víctimas, pero también había exaltado la abnegación, si se quiere el heroísmo, de quienes se jugaron la vida para rescatar a sus compañeros.
Fue una de las tragedias más grandes en la historia de nuestra provincia, poco conocida y poco valorada. Hay un monolito, en el camino hacia la Laguna del Diamante, que evoca esta luctuosa epopeya conocida como La Tragedia de los baqueanos, que se pagó con la vida de 21 soldados y 2 gendarmes.
Como homenaje y recuerdo permanente del hecho se instituyó el 18 de agosto como el Día del Baqueano bajo la protección de San Francisco Solano.
Nota construida sobre investigación del Diario Uno y los relatos del Suboficial Juan Lucero, el oficial Heldo Borzaga, y los recuerdos del Suboficial Principal esquiador Miguel Ramón Anfuso (rescatista).
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