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La cultura y el pugilismo

03/06/2020 15:00
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Capitulo IV.

Especial Redacción Jornada

La intelectualidad mundial ha tenido grandes cultores del pugilismo. Detrás del boxeo hay una rica historia literaria, cinéfila y fotográfica. Salvo el jazz, ninguna otra disciplina ha generado tanta belleza en fotografías (si exceptuamos las revistas eróticas, claro). El libro Boxeo, del fotógrafo inglés James Fox, con fotos de combates, fue un éxito editorial.

Del cine ni qué hablar:  Más dura será la caída, Fat City, Cravan vs. CravanToro Salvaje, El Luchador (Cinderella Man), La Gran Esperanza Blanca, Million Dollar Baby, toda la saga de Rocky, La Gran Revancha películas que guardan en sus entrañas tanta compasión como hermosura.

En nuestro país son tres las películas que trataron sobre el box: Gatica “El Mono”, de Leonardo Favio, una obra muy bien lograda, y dos filmes de Edmund Valladares: la primera “Nosotros los monos”, y la última “ I love you… Torito”, sobre la vida y carrera de Justo Suárez.

En cuanto a la literatura, en la larga historia de este deporte y la humanidad, han sido muchísimos los intelectuales que expresaron su apoyo o predilección por el boxeo. El primero fue, 1.100 años AC, Homero, cuando menciona a este deporte en su inmortal  “La Ilíada”, una de las más importantes obras que jamás hayan salido del puño de un ser humano, reconocida por los siglos de los siglos y clave, lectura obligada para la formación de la celada juventud griega.

Canto epopéyico que narra historias de personas y dioses, de amistad y nobleza, de coraje y fuerza y claro… de boxeo.

En infinidad de sitios puntuales de dicha obra sus personajes se refieren al pugilato:

“…¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean más diestros, a que levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios. Aquel a quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su tienda la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la copa de doble asa. Así habló. Levantóse al instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato: Epeo, hijo de Panopeo. Y, poniendo la mano sobre la mula paciente en el trabajo, dijo:

“‘Acérquese el que haya de llevarse la copa de doble asa, pues no creo que ningún aqueo consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor que nadie. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un hombre sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me oponga le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos’.

“Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó para luchar con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el cual fue a Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos. El Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo de que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes, comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos, acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros desfallecieron”.

Con este extracto comprendemos la situación y el marco en el que podían transcurrir los combates, así como lo que suponía en esta Grecia Homérica para el púgil y los asistentes una competencia de pugilato.

Con el tiempo nos encontramos con Maurice Maeterlinck y su obra Elogio al boxeo. El autor, nacido en Bélgica en 1937, entre otras cosas escribe: “Contemplad por otra parte dos boxeadores: nada de palabras inútiles, nada de tanteos, nada de cólera; la calma de dos certidumbres que saben lo que hay que hacer. La actitud atlética de la guardia, una de las más hermosas del cuerpo viril, pone lógicamente en valor todos los músculos del organismo. Ninguna partícula de fuerza que desde la cabeza hasta los pies pueda extraviarse. Cada uno de ellos tiene su polo en uno u otro de los dos puños macizos recargados de energía. ¡Y qué noble sencillez en el ataque! Tres golpes, ni uno más, fruto de una experiencia secular, agotan matemáticamente las mil posibilidades inútiles a que se aventuran los profanos. Tres golpes sintéticos, irresistibles, imperfectibles. Desde el momento que uno de ellos alcanza francamente al adversario, la lucha ha terminado a satisfacción completa del vencedor, que triunfa tan incontestablemente que no tiene el menor deseo de abusar de su victoria”…

Hay en el siglo XX toda una tradición narrativa que va desde los grandiosos cuentos de Jack London (Por un filete) hasta las sagas negras de Norman Mailer, como en El rey de la montaña. El gran Norman, que murió en noviembre del 2004, a los 84 años, contó como pocos qué son la vida, la muerte, Estados Unidos, el mundo. Y también el boxeo, en el que aplicó con maestría sus oficios de escritor y periodista, especialmente cuando fue a Kinshasa, Zaire, para escribir sobre el combate en el que Muhammad Alí venció a George Foreman, el 30 de octubre de 1974, por el título mundial de los pesados. A modo de tributo y de memoria para Mailer, van algunos párrafos que todavía impactan: “Estaba solo en el ring, el aspirante retando al campeón, el príncipe en espera del pretendiente, y a diferencia de otros boxeadores que languidecen en los largos minutos previos a la aparición del poseedor del título, Alí parecía disfrutar como un rey en su indiscutida posesión del espacio. No sólo no parecía tener miedo, sino que daba la impresión de estar al borde mismo de la felicidad, como si la disciplina de pasar dos mil noches durmiendo sin su título, después de que se lo arrebataran sin haber perdido un combate –que para un boxeador es sin duda una frustración equivalente al impacto que provocaría escribir Adiós a las armas y no poder publicarlo–, hubiera sido una prueba bíblica de siete años al final de la cual llegara con lo fundamental de su honor, su talento y su deseo de grandeza intacto y radiante. El cuerpo le brillaba como los flancos de un pura sangre. Parecía completamente listo para pelear con el hombre más fuerte y más cruel que se viera en muchos años en los círculos de la categoría de peso pesado…”. Termina su crónica escribiendo: “Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación”.

Y la última victoria de Alí es GOAT (sigla que en inglés quiere decir “el más grande de todos los tiempos”), el desmesurado nuevo tributo al boxeador Muhammad Alí. Un impactante libro cuadrado que mide 50 centímetros por lado, tiene 792 páginas, pesa 34 kilos y que se vende en todo el mundo a un costo cercano a los 3.000 euros en su edición normal. La nueva estrella de editorial Taschen, que insumió más de cuatro años de trabajo y fue seguida de cerca por el campeón, es el producto de una exhaustiva investigación que se ve reflejada en los artículos escritos por gigantes de la literatura estadounidense como Norman Mailer y Tom Wolfe, entre otros, y más de 3.000 fotografías, donde Alí aparece junto a otras estrellas como Elvis Presley o Los Beatles, acostados en un ring a sus pies.

Pero quizá el más completo ensayo que se ha escrito sobre este deporte fue inspirado por una mujer, Joyce Carol Oates, quien ha publicado cerca de 90 libros. En su novela sobre el rudo deporte dice que el boxeo puede servir de metáfora sobre cualquier cosa, porque se parece prácticamente a cualquier cosa, pero que no hay nada que se parezca al boxeo.

“Personalmente, lo que me llama la atención del boxeo es que se trata de una apuesta existencial absoluta encarnada en términos muy primitivos”, sostiene la autora. En una página de la novela se habla de que el púgil ha decidido prescindir de las armas y las ventajas de la civilización para regresar a la edad de piedra, y en otra página se comenta que el boxeo es una versión acelerada de la vida: “La gloria de un boxeador es como el fuego de una vela: brilla lo que dura. El apellido se consume con la misma rapidez que la cera, mientras la cara se va llenando de churretes, las cejas, la nariz, la frente, igual que una vela consumida”.

Sostiene, además, la exitosa novelista: “Creo que es un tema atractivo para la gente porque los boxeadores son personajes muy crudos, y porque el deporte es cruel. A mi padre le gustaba el boxeo y me llevaba a ver combates cuando era una niña. El libro es mi memoria sobre el boxeo. Tyson es un personaje trágico estadounidense. Lo conocí cuando tenía 19 años y tenía ya los ojos de una persona de 40. A la vez, era también infantil. De alguna forma, estos grandes atletas nunca crecen, están desvalidos y, en el caso de los boxeadores, solos. Tyson estuvo en reformatorios desde niño. Es una persona muy vulnerable. Y fue manipulado por personas como Don King”, afirma la novelista estadounidense.

El libro de Oates funciona como una introducción al boxeo. Nos explica los fundamentos del deporte –la estricta división por pesos que permite el enfrentamiento extremadamente balanceado de los peleadores–; los fundamentos de la técnica –la existencia de peleadores que evitan ser golpeados y tratan de golpear, y la existencia de peleadores que tratan de golpear sin importarles que en el proceso resulten muy golpeados–; nos relata una historia abreviada de este deporte en su versión profesional a través de sus figuras más famosas; elabora las diferencias que se han desarrollado en la práctica de este deporte a lo largo del siglo veinte, y todo el tiempo reflexiona sobre el boxeo. Por ejemplo, en su discusión sobre el boxeo como metáfora de la vida, dice que esta puede parecerse a aquel, pero que aquel sólo se parece a sí mismo.

“El boxeo trata mucho más acerca de la derrota que acerca de la victoria. Si el boxeo es un deporte, es el más trágico de los deportes, porque más que ninguna otra actividad humana consume la propia esencia de lo que muestra: su drama es el desgaste de la excelencia física que despliega. Al desgastarse en la ejecución de la mejor pelea en la vida de un boxeador, este inicia necesariamente un descenso que puede volverse una caída en picada en la próxima pelea, una caída abrupta en el abismo.

“El boxeo se trata del sufrimiento. La mayor parte de ese sufrimiento tiene lugar, por cierto, antes del espectáculo público de la pelea. Ocurre en la preparación necesaria para llegar a aquella. Los peleadores aprenden en el transcurso de sus carreras a sufrir. Sufren en el entrenamiento que conforme avanza en calidad se hace más brutal y demandante. Sufren en las peleas que conforme avanzan en calidad se hacen más balanceadas y extensas. Sufren con el resultado de sus peleas que irremediablemente perderán tarde o temprano. Y sufren, finalmente, con las secuelas de la práctica del boxeo en la salud”, escribe Oates en su obra On boxing.

Nuestro recordado y célebre Julio Cortázar era un fanático seguidor de peleas en el Luna Park, y luego en su larga residencia en París, donde llegó a comentar combates por radio.

Unos años antes de su muerte, el periodista español Antonio Trilla le realizó un extenso reportaje sobre su pasión por el deporte de los puños, que aquí transcribimos:

–En España, como tú sabes, el boxeo tiene un marcado rechazo en los ámbitos intelectuales, algo que no comparto desde luego, como buen aficionado al boxeo que soy, salvo quizás algunas importantes excepciones como los directores de cine José Luis Garci o Gonzalo Suárez. ¿Por qué y cómo te interesaste en el boxeo?

–El por qué nunca me lo pregunté… A mí el boxeo me interesó desde muy niño. Sabes que en la Argentina, el boxeo es un deporte muy popular. Cuando yo era niño tuvimos un gran campeón de peso pesado, Luis Ángel Firpo, que tuvo una carrera espectacular. Él fue a pelear a los Estados Unidos, y disputó el título mundial de peso pesado con el norteamericano Jack Dempsey, en 1923. Dempsey era un gran campeón y terminó venciendo a Firpo, pero después de que Firpo lo hubiera noqueado y de que el referee y el público ayudaran a Dempsey a levantarse. Técnicamente Firpo había ganado la pelea y Dempsey debió haber sido descalificado. Pero el combate siguió y finalmente, Dempsey le ganó a Firpo. Todo esto está contado en La vuelta al día. Yo tenía en ese momento nueve años y aquello fue como una tragedia nacional, porque en la Argentina se consideró un robo al país aquella pelea. No faltaron los que pedían romper las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Aquella pelea creo que definió mi pasión por el boxeo, porque yo quedé muy impresionado por lo de Firpo y empecé a interesarme por ese deporte que, en esos años, ocupaba mucho espacio en los periódicos. Leía todo lo que se publicaba sobre boxeo y escuchaba por radio las peleas más importantes. Desde luego que, como vivía en una casa llena de mujeres, no había nadie dispuesto a llevarme a ver una pelea.

–“Torito”, el boxeador, es un personaje que conecta contigo, que te es profundamente simpático y que, incluso, pareciera que te provoca ternura…

–Sí, era Justo Suárez, un boxeador deslumbrante… Cuando yo era adolescente o quizás algo más adelante, la aparición en Argentina de Justo Suárez, el “Torito de Mataderos”, fue otra conmoción. Era un boxeador extraordinario… Suárez era brillante, espectacular y de una gran simpatía. Conectaba muy fácil con la gente. Y curiosamente, también terminó perdiendo al final en los Estados Unidos, como está contado en Torito. Justo Suárez terminó de un modo trágico, abandonado por todos después de la derrota y murió tuberculoso en un hospital de provincia en Córdoba. Para mí, su muerte –que fue una verdadera tragedia del deporte– fue también un acontecimiento importante. No me perdía una sola pelea suya. Un día, estando yo en París, en la época en que vivía todavía en la ciudad universitaria, recordé todo aquello y de golpe me senté a la máquina. En dos horas escribí el cuento, con datos muy precisos sobre sus combates, porque lo había seguido a lo largo de toda su carrera. Durante dos horas me sentí Justo Suárez y escribí como un boxeador.

–Tú has dicho muchas veces que, en esa época, eras un esteta, un hombre que vivía a espaldas de la realidad de América latina y de la historia. Cuando ibas al estadio, a ver boxeo, ¿también eras un esteta?

–Sí, yo he dicho alguna vez que iba a ver boxeo al Luna Park con un libro bajo el brazo y era así. Era el joven esteta para el que el boxeo también era un espectáculo estético. En esa época yo miraba todo con un criterio exclusivamente estético, y lo veía como un fenómeno estético.

–¿Sigues siendo todavía un buen aficionado al “noble deporte de los puños”, como se dice en España?

–Sí, desde luego. Sigo al día todo lo que se relaciona con el boxeo.

–¿Qué te provoca el boxeo para que te intereses por un deporte al que critican como violento y cruel?

– Es que yo no lo veo violento y cruel. A mí me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble, como decías ahora. Me interesa el enfrentamiento de dos técnicas, de dos estilos, la habilidad de vencer siendo a veces más débil. Te diré que casi siempre estuve del lado del más débil en el boxeo y muchas veces los vi vencer y es una maravilla. Por otra parte, lo que sucede es que a mí no me interesan los deportes colectivos. Eso pareciera que va en contra de mi ideología, pero creo que no es así. El fútbol, por ejemplo, me es totalmente indiferente. Sé que decir esto, en boca de un argentino, es algo grave… (se ríe), capaz de desatar muchas iras… Pero me es tan indiferente como el rugby o el béisbol. Me gustan los deportes donde se enfrentan dos individuos, como sucede en el tenis o en el boxeo. Son dos destinos que se juegan el uno contra el otro. En el fútbol son once contra once, gana o pierde un equipo. La responsabilidad individual se diluye, todo se diluye; alguien pudo haber jugado muy bien o muy mal pero nunca tiene la plena responsabilidad del triunfo o de la derrota. En el boxeo eso no es posible. Allí un hombre vence a otro. Gana porque es mejor o porque hizo mejor las cosas.

–¿Qué boxeador te ha provocado esa emoción, digamos, “estética”, que puede dar una especial mezcla de armonía física, técnica, fuerza?

–Estéticamente es muy hermoso ver enfrentarse a dos grandes boxeadores. Contemplar sobre un ring, verlo moverse a Sugar Ray Robinson, por ejemplo, es una maravilla. Por eso, nunca me gustaron los boxeadores sin talento.

–Con frecuencia utilizas en la literatura elementos del jazz o del boxeo, haces comparaciones…

–Me parece interesante que me preguntes esto. En América latina hay todavía una tendencia romántica a buscar metáforas que respondan a imágenes consideradas “nobles”. Yo desde muy joven sentí que debía desacralizar, quitarle a la literatura esa imagen “noble”; siempre pensé que había en la vida cotidiana elementos llenos de belleza, que era necesario incorporarlos a la literatura. Desde el comienzo hay en mis libros referencias del tipo que señalas. Un buen match de box, como decíamos antes, puede ser tan hermoso como la metáfora más “noble”.

–Aparte de los que ya mencionaste, ¿qué otros boxeadores has admirado?

–Muchos, sobre todo, los de la época de oro. Y me gustaba mucho Cassius Clay. Su descaro, sus bravuconadas, ese estilo de desafío permanente. Él decía que era “el más grande” y quizás lo haya sido. Lo que es seguro es que ha sido, sin duda, uno de los más grandes de la historia del boxeo. Y de la Argentina, admiré al “Intocable”, Nicolino Locche.

–¿No te gustaba Carlos Monzón?

–Sí, sí, me gustaba mucho. Era un boxeador cerebral, que usaba la cabeza para pelear. Y era demoledor. De una finura cruel para boxear. La pelea con el italiano Benvenuti es inolvidable. Y también el combate con Boutier, que yo vi por televisión. A propósito, ¿sabes que en los años veinte, Ho Chi Minh era cronista de boxeo en París? En una ocasión, comentando para una revista francesa un combate entre dos boxeadores norteamericanos, uno negro y otro blanco, él escribió un extraordinario alegato contra el racismo, desde luego sin utilizar ni una sola vez esa palabra… Recordé ahora ese alegato, porque cuando vi la transmisión de la pelea Boutier-Monzón me indignaron los comentarios racistas que hacía el relator.

–Hablando de Monzón, hay otro cuento tuyo, La noche de Mantequilla, donde también el boxeo está presente…

–Ah, sí, es la historia de la pelea de Carlos Monzón y “Mantequilla” Nápoles en París, una pelea que me dejó un recuerdo muy especial. Así que cuando se me ocurrió la idea del cuento, que es una historia que tiene que ver con la política, la situé en aquella noche en el estadio.

Así concluía el reportaje a Julio Cortázar.

Otro autores argentinos se ocuparon del boxeo. A Abelardo Castillo y Antonio Di Benedetto los deslumbraba Nicolino Locche y escribieron crónicas sobre él. Enrique Medina escribió la vida de Gatica. Bioy Casares no sólo era un entusiasta defensor del box, sino que además lo practicó. Decía Bioy que el box era una mezcla de baile, esgrima y reflejo, y era un fanático del estilo mendocino de Cirilo y Nicolino.

Sobre Nicolino hizo un cortometraje el más importante escritor mendocino de la actualidad, Rodolfo Braceli, quien además ha escrito innumerables crónicas sobre este deporte. Al que conoció muy de cerca porque no sólo subió al ring para hacer guantes, sino que en varias ocasiones estuvo acompañando en el rincón a Paco Bermúdez.

El gran Carlos Gardel, a la hora de acercarse a un “ring”, supo vibrar del mismo modo alentando al uruguayo Andrés Míguez, que por algo era llamado “El príncipe de los rings”, o al platense Julio Mocoroa… Muchos tangueros históricos amaban el boxeo, entre ellos Cátulo Castillo, Alcides Gandolfi Herrero, Pedro Quartucci, Domingo Sciaraffia, Celedonio Esteban Flores…

Ni qué hablar de Osvaldo Soriano, fanático del fútbol y de San Lorenzo, pero que amaba el boxeo como ninguno. Escribió crónicas memorables, una de ellas sobre Gatica.

Ese gran intelectual argentino, autor, director teatral y actor, Eduardo Pavlovsky, escribió un artículo donde decía: “El boxeo demuestra ser una especie de ciencia primitiva (¿no era Nicolino Locche ‘científico’ dentro del ring?), una práctica eminentemente social y casi erudita. El púgil emerge como producto de una organización colectiva, que aunque nadie la haya concebido ni deseado como tal, no por ello deja de estar objetivamente coordinada por el ajuste recíproco de las expectativas y demandas de los ocupantes de las distintas posiciones del gym. Son elementos para una antropología del boxeo, como fenómeno biológico-sociológico”.

Y si pensamos en un escritor que boxeara nos remitimos de inmediato a Ernest Hemingway, a quien le gustaba subir a los cuadriláteros, mientras que James Joyce y Marcel Proust se peleaban, en ese mismo París que era una fiesta, sólo con las palabras y la memoria.

También es conocido que el boxeo ha dado grandes figuras secundarias, las que se “fajan” en las penumbras del cuadrilátero de la vida, que han coqueteado directamente con la literatura, como si el género narrativo fuese el sparring ideal con el que forjarse una leyenda. Ese sería el caso de Arthur Cravan. Se llamaba en realidad Fabian Avenarius Lloyd y era poeta dadaísta suizo y también boxeador, tal vez pintor, y sobrino de Oscar Wilde. Desde joven, mostró su espíritu rebelde, inconformista y transgresor, y decidió crear y promover su propio personaje, siguiendo las consignas de su tío, a quien consideraba su padre espiritual. Según Wilde, la naturaleza imita al arte, y Cravan decidió hacer de su propia vida una obra artística.

El cineasta catalán Isaki Lacuesta en Cravan vs. Cravan realizó la película que indaga en el mito de este personaje del surrealismo francés, que fue director de la revista Maintenant y que combatió por el título del mundo frente a Jack Johnson, entre tantas otras cosas, y que desapareció en el Golfo de México en 1918 cuando intentaba venir a la Argentina. Fue personificado en el filme por Frank Nicotra, dos veces campeón de Europa, también poeta y cineasta.

Otro grande fue Sonny Liston, que además de soldado y boxeador fue un excelente novelista.


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