En mi mesa se encuentra ese último gran libro de mi padre: Viaje al nacimiento de las nubes. Recuerdo su entusiasmo; volvía de recorrer el Qhapac Ñan, el «camino principal», comúnmente conocido como el Camino del Inca. Papá siempre enarboló el sueño… Ocurre, por mejor decir, que mi padre siempre tuvo algo con el espíritu de los pueblos nativos de América. Siempre se soñó entre los arcanos edificios de roca perfecta, de roca labrada hasta lo imposible. Decía mi padre:
«Fue un viaje, apenas un viaje a un lugar único, irrepetible. Fue un mes subido a una camioneta recorriendo ocho mil kilómetros por caminos de Argentina, Bolivia, Perú y Chile. Se sumaron las emociones, los encuentros, los descubrimientos, los ojos bien abiertos para copiar tanto paisaje, tanta naturaleza, tanta historia. Fui escribiendo páginas sueltas cargadas de opuestos: a veces me los dictó la bronca, a veces el amor, a veces, mínimamente, me lo sugirió una roca al pasar, a veces me lo prestaron los ojos de un niño empobrecido hasta las lágrimas».
¿Quién diría que, andando el Barrio Rodrigo Bueno, me iría a encontrar con vestigios del imperio? ¡¿Cómo imaginarse que, en una ribera porteña, iría yo a encontrar la refundación de una grandísima estirpe?! Fui a dar con un vergel a las orillas cementadas de la ciudad: se trata de la huerta orgánica del barrio, comandada por 14 mujeres; un enclave feraz que poco a poco extiende sus raíces ancestrales. Ángela, su capitana, nos hablaba con voz carrasposa, semejante a un río de la espesura:
«Nos fuimos juntando las que teníamos experiencia en la siembra. Yo, en realidad, no sabía mucho cómo plantar en maceta porque siempre trabajé en el campo. Mi padre echaba las semillas y, ¡puf!, crecían las plantas, el maíz, todo. Allá se da todo en la tierra nomás, acá es más difícil, pero con la ayuda de la gente de la Ciudad y la Fundación “Un Árbol para mi Vereda” fuimos aprendiendo y ahora tenemos esto».
Preciso es decir que «esto» no es poca cosa. El vivero, ¡perdón!, la «vivera» —nombre que Ángela y sus compañeras concibieron gracias a que, hasta ahora, solo trabajan mujeres—, se encuentra atestada de especies diversas; hay incontable cantidad de plantas que llenan el ambiente y lo perfuman; lo revisten, lo galvanizan con el verde inconfundible de la vida.
Es una de las estrategias que integran el notable eje socioeconómico del que les hablé en una primera oportunidad. Las personas del barrio que se desempeñan en algún oficio o tienen conocimiento estimable en alguna disciplina, encuentran apoyatura en prácticas como estas, que pretenden generar múltiples puestos de trabajo para los vecinos. Pero, lo que es más, tal iniciativa permite que los habitantes del barrio puedan volver a relacionarse con sus orígenes, que puedan sostener sus tradiciones y hacerlas prosperar.
Todo se llovía en esa tarde plomiza; el fresco ambiente nos surcaba los lados, y yo no podía dejar de pensar en las cimas cuzqueñas. ¡Qué prodigio! ¡Estas mujeres no solo habían hecho de una porción de nada porción de su tierra, sino que hasta habían logrado convertir el suelo porteño en una especiosa ensoñación nativa! Ese barro que había comenzado a ser barrio, ahora era también un poco más pueblo… pueblo identitario.
Ángela hablaba y yo me extraviaba en sus palabras viajeras como quien navega por un lago calmo. ¡Fue entonces que caí en la cuenta! «¿Oruro… uro…? ¡Los uros!». Regresaba papá: «Un pueblo antiquísimo que vive flotando en las aguas del Titicaca; se movilizan en balsas de totora iguales a los de nuestros ancestros huarpes —tal vez un legado de la transmigración de culturas que hizo el inca—; fue en ese lugar donde Viracocha le dio la orden a Manco Capac de que hiciera el imperio, y viven sobre las islas flotantes que ellos mismos tejen». Y yo pensaba: ¿Es que acaso sembrar no es una forma diferente de urdimbre? ¿No es, por ventura, un tejer con hilos recios y nobles las entrañas de la tierra?
¡Esas mujeres nos hablaban con tal afecto por su empresa! A cada momento hacían uso del posesivo, todo les pertenecía; a cada instante soltaban un: «mis plantitas». Esa relación tan personal que mantienen con su espacio vegetal hace entender no pocas cosas, ¡ellas se están haciendo con él! No extraña entonces cómo, a comienzos de febrero de 2020, lograron la primera cosecha de productos 100% orgánicos, y cómo, durante la cuarentena, continuaron produciendo verduras frescas y plantas nativas para los vecinos, haciendo donaciones —que todavía subsisten— para los más necesitados: adultos mayores y personas con discapacidad. Sin embargo —y por si fuera poco—, en una alianza articulada por el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat, Hilton Buenos Aires comenzó a comprarles verduras frescas para utilizar en sus menús diarios.
Yo me detuve unos momentos y decidí contarles la experiencia de mi padre. Quería que supieran que había quienes admiraban sus culturas, que la altura de su antiguo imperio no había perdido con el tiempo; que sobre nuestras cabezas todavía rutilaba el mismo sol. Ellas se conmovieron y se aprestaron a profundizar todavía más en los derroteros de sus vidas. No es poca cosa que sea uno quien les hable de sus tierras, porque, mancilladas de olvido, cargadas con el atavío del menosprecio, suelen considerar que el arrastre civilizatorio cargó con todo a su paso. Me hablaron de sus comidas y sus costumbres, y sus ojos mudaron de brillo; por un momento, parecimos acercar dos mundos hasta fundirlos... sin necesidad de conquistas.
Antes de irme, alcé la mirada, una mariposa monarca con sus alas desplegadas detuvo su vuelo y lo dejó colgado en las redes del vivero. Volvían a mi memoria las palabras de Ángela:
«Con el tiempo, todo se empezó a llenar de vida. Miles y miles de insectos venían todos los días a visitar las plantas, ¡muchísimos! Por eso tuvimos que poner las protecciones, porque se empezaron a comer las flores y los frutos».
Metáfora perfecta de un vuelo precioso pero trunco. Se detuvieron las gráciles mariposas a muy poco de tomar su parte en la historia de la huerta; casi tanto como ocurrió con los pueblos de antaño que, antes de su última florescencia, fueron a dar con el duro veredicto de la historia. Pero no hay que desesperar, preciso es también recordar que la vida da revancha; siempre da revancha. Aquellas palabras citadas tienen poderoso valor: «todo se empezó a llenar de vida». ¡Y así es! A la muerte se le gana sembrando, y la siembra es, quizá, una de las formas más cabales de resurrección. Estas mujeres de lo alto, mujeres que en su vuelo devinieron costeras, hoy resignifican la tierra nuestra; estas mujeres le ganan a las fuerzas del olvido, ¡y no hay que desatender nunca que la mejor forma de recordar es la tradición! La semilla vence a la muerte; la tradición reafirma la vida.
Nuevamente abro el libro de papá, y releo sus palabras cuando hablara del otro oro —oro más precioso e ignorado— que tenían las culturas del norte:
«El bruto no supo, ni se enteró siquiera
de que había otra riqueza en el suelo que hollaba,
otra clase de oro que se usa por dentro,
ni para los tesoros, ni para las miradas.
No sabía ese tonto, enlatado de orgullo,
que en el suelo de Cuzco lo aguardaba la papa.
Los de aquí lo sabían por uso, por costumbre,
por antídoto al hambre, por simpleza plantada,
porque estaba con ellos desde antes de ellos,
de la entraña de tierra a sus propias entrañas.
Maravillosamente surgía en todos lados
donde hubiera peldaños de las viejas terrazas.
Crecía para darle medicina y ungüento,
y alivio, y alimento, y razón a la raza».
Lo vio mi padre; lo he visto yo: tejen su destino como los uros, ¡tejen sus islas de siembra! A paso lento, las raíces de esta empresa vuelven hacia la fuente misma de lo que fueron: la grandeza de América.
¡Larga vida a Vivera!