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Flor Vigna: “No había descubierto nada del sexo y Lucho me enseñó otra conexión”

A solas, en su nueva “casa-estudio” donde gestó Una en un millón, su tercer tema, habla del costo que pagó por “dejar de ser cagona”. Y del amor “al fin sano” con Luciano Castro

Redacción
30/03/2022 10:13
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Fue durante una de sus tantos pasos por boxes. Vueltas al origen. O como le llame a esos momentos en que llega “destruida” a casa de su madre buscando definir deseos o necesidades y “madurar la valentía” para asimilarlos.

“Y en tiempos de un nuevo paradigma de amor propio que intenta quitarnos la venda de lo automático en la resolución del día a día”, como describe, dice que la frase más simple le resultó clave. Escuchar: “Hija, ¿realmente te gusta lo que hacés?”, la puso de cara a su primer amor: la música.

Y, más aún, al prejuicio que se había repetido una y mil veces: “Hay sueños que no son para mí”. Entonces, Florencia Giannina Vigna (27), que hasta ahí siempre había sido “la elegida” de alguien más –Marcelo TinelliPedro Alfonso Nicolás Vázquez–, por primera vez se elegía a sí misma: “Cruda, fiel, independiente y autogestiva”.

“Una en un millón”, su tercer sencillo –el primero fue “Uy” y el segundo “Suelto”, en feat con Miss Bolivia–, baja la bandera de largada en nuestra charla, pero en camino inverso: hacia el inicio de esta “aventura pendiente”, según titula. Ubica el primer registro de esta pasión a los 14 años, “cuando ir a bailar al club significaba meterme en una película, lejos de los problemas que se vivían en casa”.

En ese contexto, la música, para ella, fue “una aliada, un rescate, la libertad”. Pero la fantasía de hacer la propia quedaba guardada en cajones, junto a tantas poesías, cuentos y reflexiones que escribía en el intento de “fabricar” canciones. Cajones a los que, “erróneamente”, decidió ponerles llave cuando “aquel profe de canto, hijo de re mil” la invitó a dedicarse a la danza.

Fue en la Fundación Julio Bocca donde, entre clase y clase, debía cambiar los rollos de papel higiénico en los baños o atender los teléfonos, entre otras tareas que le valieran la beca que había recibido. “Me dijo: ´No te metas en materias musicales; bailá, que es lo que te sale bien´. Me pegó un rótulo en vez de alentarme a abrazar eso que me inquietaba, haciéndome creer que hay cosas para las que se nace”, dice.

“Tomo clases de canto tres veces por semana, con dos profesoras, una que se focaliza en el coaching corporal y actoral, y la otra en la vocalización, en la gimnasia de la voz. Porque si hay algo que entendí, después de tanto tiempo, es que aprender te lanza al infinito”.

Nunca logró ser una “chica Cris Morena” y pasó años como extra de SUTEP (Sindicato Único de Trabajadores de Espectáculo Público) hasta conseguir rol en su primera publicidad en la que, finalmente, solo mostraron su sonrisa, pero “me salvó el viaje de egresados”, dice.

La frustración fue su suerte hasta los 18 años, cuando entró en Combate (El Nueve). “Si actúo es por la influencia de mi hermano (Miguel Ángel Vigna, 35), actor, director y el mejor titiritero de este país. Digamos, el artista que más admiro”, asegura. Y su gran compañero de tantas horas de soledad en aquella casa de Floresta en la que el apremio económico obligaba a las ausencias

. Durante un periodo de su más tierna infancia durmió en la parte de atrás del local multirubro que sus padres habían abierto como kiosco. “Hasta que se dieron cuenta de que vender jabón en polvo y suavizante, sumaba.

Y después, que si compraban tangas en Once podían hacer cinco o diez pesos más. Entonces el barrio supo que en lo de Miguel y Vivi conseguían de todo”, cuenta. “Mi casa me daba vergüenza y me acuerdo que de camino al colegio iba recogiendo sillones, muebles, cosas que veía por ahí con la idea de reciclarlas para adornarla un poco”.

Y no solo se refiere a la ingenuidad con que miraba la realidad, sino al juego que resultaba digerirla. “En casa todos se encargaban de ponerle color a todo eso que vivíamos. De hacer la vida más linda”, cuenta. Incluso, en tiempos en los que su padre –”un gran intentador de la vida”– estuvo al filo de la muerte por un enfisema pulmonar.

“Y casi no me enteré”, recuerda Flor. Dice que tener algo “muy cursi” con los suyos. “No podemos estar demasiado separados. De hecho los cinco vivimos a cuadras uno del otro. Tengo la luna en cáncer, la necesidad imperiosa de reunir a mis afectos”.

“La economía nos golpeaba fuerte y mis viejos iban y venían entre peleas y separaciones”, recuerda. Fueron días en los que “la casa de mi amiga Cintia me resultaba perfecta. Había música. Sus padres se adoraban. ¡Y me dejaban repetir los Choco Krispis!”.

Pero mientras la señorita Amelia, de tercer grado, citaba a sus padres para saber el motivo por el cual Florencia había bajado su rendimiento, Picho (como apoda a su hermano), la distraía. “Me enseñó a usar mis pies como títeres y a tener charlas con Gruñón Fanti, como les llamaba”, relata.

“Y como había pasado años obsesionado con tener un hermano varón, me vestía de vaquero o me hacía un turbante con toallas para que fuese su invitado en el supuesto programa que conducía”, recuerda.

 

 

“No. No tenía la Barbie Río de Janeiro ni ningún otro juguete de moda. Pero lo tenía a él y a su habilidad para abrir universos. Hoy miro hacia atrás y estoy convencida de que no es casual que nos hayamos dedicado al teatro. 

Las carencias, la imposibilidad de consumismo, la necesidad de imaginación, nos hizo pensar diferente, verle otro color a la vida. Y esa capacidad, además, nos hizo fuertes para resistir cualquier bala”.

Linkea aquel pasado con el espacio que habita. Su primera propiedad. “Una casa que me gustó por viejita. Porque estaba llena de humedad. Semi destruida. Porque sentí un paralelismo entre ella y yo. Le dije:

´Yo te voy a dejar hermosa, casita´. Así le fui poniendo onda”, revela. “Yo quería un sitio que, al llegar, me devolviese ese universo que vive en mi cabeza”.

Se trata de un espacio abierto pero con ámbitos marcados: un sector de relajación con inmensos almohadones de colores, un mini living de lectura junto a la ventana, un sector musical donde conviven un teclado, dos guitarras y bongós, entre otros instrumentos, un comedor junto a dos sillones colgantes y varios percheros con su vestuario distribuidos donde quepan.

“Aquí preparamos las córeos del último video clip. Éramos 19, entre músicos y bailarines. Y hasta Lucho (Luciano Castro, 47), ensayó para el rodaje de una película con un director re zarpado”, cuenta. “Que este sea un espacio común, es un sueño cumplido”.

Tanto como el de refrendar con él, el sacrificio de sus padres y las lecciones de superación que dice haber aprendido a lo largo de su historia.

 

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