Por Jorge Riquelme (doctor en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata) y Juan Pedro Sepúlveda (Diplomático de carrera. Cientista Político, Pontificia Universidad Católica de Chile)
La propagación del COVID-19 ha dinamizado una serie de transformaciones geopolíticas que se venían gestando hace tiempo en la política internacional, como es el ascenso de China a una posición más consolidada de actor global, superando su tradicional conceptualización como potencia regional o emergente. Este ajuste ha ido de la mano de una transición de poder que no ha estado carente de sobresaltos, como lo demuestra el desarrollo de la denominada Nueva Guerra Fría entre el gigante asiático y Estados Unidos, sin olvidar la tantas veces mencionada crisis del orden liberal internacional, que se expresa justamente cuando el mundo más requiere de un accionar conjunto.
En la misma línea, la expansión del virus ha impactado fuertemente en el terreno de las organizaciones internacionales y en el comportamiento de los actores estatales al interior de las mismas, constituyéndose en otro escenario de disputas por el poder global. No en vano, en el marco de la estrategia de China de posicionamiento global, cuatro de las quince agencias especializadas del sistema de Naciones Unidas están lideradas por este país: la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO) y la Organización de la Aviación Civil Internacional (ICAO).
En este breve texto nos concentramos en la situación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tal vez el foro más relevante del multilateralismo global, considerando que aborda una de los ejes claves del sistema, cuales son los asuntos relacionados con la paz y la seguridad internacionales, así como por el hecho de que sus resoluciones tienen un carácter vinculante, por cuanto, en último término, pueden involucrar el uso de la fuerza, en virtud del capítulo VII de la Carta de San Francisco.
Ya desde el fin de la Guerra Fría se había hecho evidente que la estructura del Consejo de Seguridad se había vuelto anacrónica, respondiendo a un esquema propio del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero bastante distinto al de un mundo presionado por el proceso de globalización. Ya en los noventa la estructura multilateral más relevante de la comunidad internacional no estaba respondiendo a un escenario aquejado por una serie de conflictos tradicionales y no tradicionales, muchos de los cuales tenían un carácter esencialmente intraestatal y asimétrico. El desarrollo de la pandemia acentuaría esta situación, poniendo al desnudo un órgano eminentemente rígido y oligárquico, que a duras penas respondió a los escenarios de conflicto de la segunda mitad del siglo XX, datando su última reforma en 1963, cuando se decidió ampliar en cinco sus integrantes no permanentes, dejándolo hasta el día de hoy en una estructura de 5 miembros permanentes (China, Estados Unidos, Federación de Rusia, Francia y Reino Unido) y 10 miembros no permanentes, por un período de 2 años.
La grave situación en Siria, la crisis entre Israel y Palentina, sin olvidar la cruda realidad haitiana, vuelven a poner el tema de la reforma del Consejo de Seguridad sobre la mesa. En estos momentos, la actualización de este órgano representa un imperativo en orden a corregir las inequidades e ineficacia que afectan su funcionamiento. El objetivo de este proceso debe ser una reforma integral que transforme al Consejo en un órgano más democrático, representativo y transparente, que contribuya a la resolución de los numerosos escenarios conflictivos que azotan el mundo, muchos de los cuales se han agudizado producto de la pandemia.
En el año 2008 se había intentado impulsar el proceso de reforma del Consejo, a través de la Decisión 62/557 de la Asamblea General, que consideraba analizar este asunto a través de negociaciones intergubernamentales. Esta Decisión consideraba cinco áreas claves como objeto de negociación: categoría de los miembros; cuestión del veto; representación regional; métodos de trabajo; y la relación entre el Consejo de Seguridad y la Asamblea General. Últimamente destaca un nuevo intento por atizar el proceso, que hasta ahora ha arrojado escasos resultados. Se trata de la presentación en Nueva York del documento Elementos de Divergencias y Convergencias del proceso de negociaciones intergubernamentales (IGN), compilado por los cofacilitadores y Representantes Permanentes de Polonia y Qatar. El texto se constituye como una propuesta operativa y práctica, representando un genuino esfuerzo por establecer un diagnóstico del proceso en las cinco áreas de las negociaciones. Desde luego, el estado de la situación no parece promisorio. En el marco de los nuevos contextos geopolíticos de la membresía del Consejo, no existe consenso en el número que debería involucrar un eventual aumento en los miembros, ya sean permanentes o no permanentes; ni tampoco sobre cómo se realizaría ese ajuste en relación con los grupos regionales subrepresentados, como es el caso de África y América Latina; o respecto a si debiesen crearse nuevas categorías de miembros –híbridos o semipermanentes- añadiéndose, además, la dificultad de llegar a mínimos comunes sobre la cuestión del uso del veto y su eventual extensión a nuevos miembros permanentes.
Junto con lo anterior, cabe resaltar que el reciente asesinato del Presidente Jovenel Moïse en Haití, puso nuevamente en el debate público la real efectividad de las operaciones de paz, tal vez uno de los instrumentos más visibles del Consejo de Seguridad y, desde luego, de las Naciones Unidas, para responder a situaciones que amenacen la paz y la seguridad internacionales, atizadas por la falta de desarrollo socio-económico y fragilidad institucional, tal cual fue el caso del país caribeño en 2004. La retirada de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH) en 2017 causó un efecto desestabilizador en esa nación, generando espacios para el incremento de la criminalidad y la violencia política, evidenciando un retroceso en los logros obtenidos en materia de seguridad y Estado de Derecho, luego de 13 años de presencia de la operación. En dicho contexto, cabe entonces preguntarse, dentro del debate de la reforma del Consejo de Seguridad, si el único órgano de las Naciones Unidas en disponer del uso de la fuerza, debe considerar también resoluciones con mandatos multidimensionales y estrategias de largo aliento, con el objeto de evitar el retroceso y la fatiga de la solidaridad internacional, para dar paso al empoderamiento nacional en el proceso de construcción y consolidación de la paz. No en vano, la mitad de los países que emergen de grandes conflictos, al cabo de pocos años de la firma de un acuerdo de paz o de una aparente estabilidad, retorna a las hostilidades, situación que estuvo al centro de las consideraciones en Naciones Unidas para establecer, en 2005, la Comisión de Consolidación de la Paz.
Como es posible apreciar, y pese al complejizado mundo actual, el proceso de reforma del Consejo de Seguridad no parece auspicioso. En un contexto global marcado por la crisis del multilateralismo, la democratización y modernización de dicho órgano debería estar en un lugar prominente de las discusiones de la comunidad de naciones, considerando los cada vez más enmarañados desafíos de seguridad que se deben enfrentar, tal cual lo demuestran la expansión de la pandemia y la situación en el Medio Oriente, o contextos de crisis cíclicas de inestabilidad como las que experimenta Haití y algunos países africanos. Tomando en cuenta la crítica realidad por la que atraviesa la integración en América Latina, tampoco se avizora un papel trascendente para la región en este proceso, donde la fragmentación y la falta de acuerdos está minando severamente su capacidad de acción, posicionamiento y relevancia estratégica en la toma de decisiones globales en materias claves para el sistema internacional. Ante dicha realidad, las miradas pesimistas no carecen de sentido.